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Revista de Libros
No. 10  l  Diciembre 2006


Condorito
Pepón

Por Mario Andrés

Uno debe alcanzar a peluquearse unas 80 veces antes de aprender a leer, pero la primera peluqueada que yo recuerdo, fue una en la que leí Condorito. Y si todavía me lo encuentro por ahí –cada vez menos en los salones de belleza pero, al menos, a la hora de hacer un trasteo aparece siempre una edición descolorida- todavía me siento y leo lo que dure en llegar el camión de la mudanza, para cerrarlo, sin ninguna recriminación social o autoimpuesta, a mitad de camino. Aunque es frecuente escuchar –y yo mismo lo he dicho- de obras mucho más respetadas, que la constancia puede convertirse en un defecto (“ya me cansé de mi esposo”, por ejemplo, o “estoy cansado de Shakira”), nunca he escuchado de nadie que se haya cansado de la edición que René Ríos, “Pepo”, publicó ininterrumpidamente desde que vio a Pedrito, un avión más bien torpe que representaba a los chilenos en la película Saludos amigos de Walt Disney, y decidió dar su versión en 1949. Condorito nunca cansa.

Cabe preguntarse, entonces, ¿qué es lo que ofrece Condorito a los más de 82 millones anuales de lectores que tiene en Latinoamérica, la mayoría de los cuales, según una encuesta que circuló como leyenda urbana hace como diez años y no pude encontrar en Internet, lo consideraban originario del lugar donde era leído? Obviamente, no es la expectativa por el chiste que desate, no digamos la carcajada, pero sí una “sonrisa monalisa” (qué lejanas están, ay, esas tardes en que el plop final no era sólo una excéntrica onomatopeya para la frecuente –y desproporcionada- reacción final –y unánime- de los personajes, sino una ajustada representación de la minúscula explosión de sorpresa y risa que seguía a su lectura.) A primera vista, no es tanto lo que ofrece, como lo que no pide.

Creo que la clave de las probadas cualidades antiestrés –laxantes también- que he escuchado atribuir a su lectura, radica en el respeto. O, más bien, en la falta de este. Lo que reclama respeto, cansa. A Condorito nadie lo respeta. Y no me refiero sólo a Coné. José Miguel Carrasco, concejal de la costera ciudad de El Quisco, en Chile, argumentó que la remoción de una estatua del popular personaje “fue lo mejor, porque le ponían preservativos, camisetas, churrines y otras cosas” (creo que un churrín en Chile es lo que aquí llamamos un calzón). Olivia Ríos, hija de Pepo, a pesar de reconocer que “es muy fea la figura y en realidad nunca nos gustó”, exigió una explicación.

¿Pero quién va a respetar a un habitante de Pelotillehue, una pequeña ciudad eternizada en el vestuario y la escenografía de la clase media de los años 70, condenada al papel periódico en la estrecha paleta cromática de naranja, negro y café, en la que a veces pueden verse los cuatro dedos de un ahogado sobresalir de un barril inocuo, o encontrar un cocodrilo somnoliento fumando un puro a los pies de un siquiatra cuyas suelas estarán, indefectiblemente, atravesadas por un hoyo negro, como podremos constatar en el protocolario plop del, ejem, clímax?

Y en esto radica, al menos, mi fidelidad al plumífero. Condorito no pide nada, parece absolutamente irrelevante. Ni carga ideológica (un “Cómo leer a Condorito”, de Maffesoli o cualquiera, pecaría no sólo de inútil, sino de paranoico) ni estatus de ícono pop, ni siquiera legitimidad académica, tres cosas que las ciencias sociales o los estudiosos del arte contemporáneo parecen no negarle a nada. O casi nada, al menos hasta ahora.

Mientras ese día llega –la fiebre de unos y otros por demostrar que son omnívoros no conoce límites-, yo seguiré leyendo Condorito . De hecho, en el caso de los trasteos, releyendo la misma edición de Condorito , consciente de que su único aporte a mi modo de vida o a la cultura de masas será la aceptación de que una espiral creciente o decreciente en el lugar que tradicionalmente ocupa la córnea es signo inequívoco de locura y la inexplicable popularización de la expresión “huy, me dejaste plop” entre recepcionistas y secretarias.

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