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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007


Foto: Antonio García

Daniel Alarcón / página personal
wikipedia

Libros:
Lost City Radio
Reseñas:
Por Gustavo Faveron (Somos)
Por Jonathan Yardley (Washington Post)

Textos en internet:
What kind of latino am I? (Salon)
Let's go country (Harper's)
The writing life (Washington Post)

Entrevistas:
Por Alberto Fuguet (Mercurio)
Por Gustavo Faverón
Por Gabriel Ruiz-Ortega (Siglo XXI)

Cómo amar un país desconocido
A propósito de Guerra a la luz de las velas

Por Daniel Alarcón
Traducido por Elvira Maldonado

El año pasado me encontré con un peruano en un bar de San Francisco. Estos encuentros ocasionales exigen, al menos, una conversación: ¿De dónde eres? ¿Cuál es tu equipo de fútbol? El tipo tenía más o menos mi edad, también había nacido en Lima y había sido criado en los Estados Unidos. La conversación se convirtió rápidamente en la habitual pregunta-respuesta, la lista de las calles y los barrios, mercados sombríos y bares mugrientos cuya existencia reconfortaba nuestros corazones. Cada cierto tiempo, él se volteaba hacia sus amigos y les gritaba: “¡Este loco es peruano!”.

Recordamos la deliciosa acidez de los limones peruanos, hicimos planes para tomar pisco juntos en el futuro, pero sin ser demasiado específicos. Pagué una ronda de bebidas y después él se levantó la camisa para exhibir su tatuaje de un símbolo precolombino, un Tumi, que es además un símbolo nacional. El tatuaje era tan reciente que la piel de su espalda todavía tenía color rosado. Yo tengo un tatuaje parecido, y aunque de repente me sentí cliché, pude ver emoción real en los ojos de mi nuevo amigo. Entonces decidí, por una vez, no ser cínico. Le mostré mi Tumi, y nos abrazamos como hermanos. El peruano levantó su copa para brindar. “Puta, hermano, no entiendes”, dijo, casi con lágrimas en los ojos. “¡Amo tanto al Perú como a los 49ers!”.

Los 49ers, claro, son un equipo profesional de fútbol americano.

Cuando pequeño, para mí era difícil imaginar el Perú y resultaba algo más parecido a un rumor: estaban algunos familiares que apenas si recordaba y sus numerosas desventuras, una sensación –que mis padres a la vez querían y se resistían a cultivar– de que yo, por haber sido criado en los Estados Unidos, carecía de algo. Creía que todo lo que veía en nuestros viajes a casa, y que no había visto nunca en los Estados Unidos, era un invento peruano. Sabía que debía estar orgulloso de mi país natal, pero no sabía cómo. Entonces decidí que nosotros éramos la nación que había inventado el bádminton, las corridas de toros, las comidas con pescado crudo y el escarabajo de la Volkswagen.

Perú casi nunca ocupa los titulares en Estados Unidos, a menos que un avión de la dea se caiga en el Amazonas o que haya elecciones y se destaque un candidato extremista. Los países andinos aparecen en las noticias en grupos de dos o tres. Un referéndum en Bolivia se convierte en una oportunidad para hablar en términos generales acerca de la región y sus políticas inestables. A fin de lograr una historia que pueda ser digerible, en los medios se difuminan las naciones. Incluso durante nuestra década de mayor atractivo periodístico, en la que una violenta guerra civil cobraba miles de vidas, Perú se mantuvo en la periferia de la conciencia estadounidense. Todo esto sucedía demasiado lejos, era una de las muchas conflagraciones de una región cuya turbulencia era interminable.

Esa noche en el bar de San Francisco comprendí exactamente el sentimiento que expresaba mi paisano. De hecho, era una conversación que ya antes había tenido conmigo mismo: tiendes a reducir un lugar –porque es incomprensiblemente complejo y porque tú sabes demasiado poco acerca de él– a sus artefactos, a expresiones culturales de fácil definición: tu fruta favorita, tu helado preferido. La añoranza de éstos sustituye a otros anhelos más complicados: saber, por ejemplo, por qué se ríen tus padres de un chiste peruano que tú apenas puedes comprender. No me ofendió que mi paisano equiparara el Perú con un equipo profesional de fútbol americano. Esta versión abstracta del patriotismo –el amor por un lugar del que tus padres son originarios– es especial y requiere una expresión idiosincrásica. La emoción no habría sido más auténtica, ni el amor más genuino, si mi paisano hubiera cantado el himno nacional del Perú. De hecho, lo que hizo fue mucho más real: un hombre versado en las tradiciones de dos culturas utiliza un detalle de una de ellas para definir su afecto por la otra.

Esto es lo que hago yo también. O más bien, intento hacer. Escribo acerca del país en el que nací pero no fui criado, utilizando el inglés, un idioma que no se habla allí sino en salones de clase y de negocios. A veces me hago la ilusión de pensar que estoy escribiendo desde dentro de la cultura y que la lengua que utilizo es un mero accidente de la migración, pero es claro que no es cierto. Mi relación con el Perú se complica con el hecho de que siempre estoy traduciendo. Hay ciertas cosas que no puedo saber y, por tanto, no me queda opción sino inventarles un sentido. Este es el trabajo de escribir, supongo, y de algún modo, estaría haciendo casi lo mismo si estuviera escribiendo relatos acerca de mi infancia estadounidense, aunque quizá en otra escala.

Hace unos pocos meses me topé con una vieja edición de bolsillo de la estupenda novela The Polish Complex de Tadeusz Konwicki de 1977. Me encanta el trabajo de Konwicki por muchas razones, de entre las cuales no es la menor su particular sensibilidad peruana: su mejor obra es fatalista, ácidamente divertida, con una sensibilidad especial por la poesía y la violencia inherentes a la vida diaria. Polonia, he pensado muchas veces, tiene que ser muy parecida al Perú. En su introducción a la novela, Joanna Rostropowicsz Clark escribió algo que se me quedó grabado: “Las naciones pequeñas no son sólo impotentes políticamente, sino que también son impotentes frente a la vulgarización y al plagio de su propio sufrimiento por parte de la literatura y los medios de las grandes naciones”.

Claramente, el mundo de las letras peruanas no me necesita. Hay escritores de mi generación que tratan los mismos temas que he intentando abordar, y muchos lo están haciendo con mucho brío y pericia. Se vive hoy un renacimiento de la industria editorial en Lima y este año [2006] Perú puede celebrar que dos de los tres premios más importantes del mundo literario hispanoparlante –el premio Alfaguara y el premio Herralde– fueron ganados por los peruanos Santiago Roncagliolo y Alonso Cueto, respectivamente.

Dentro de pocos meses, mi primer libro de cuentos Guerra a la luz de las velas, publicado el año pasado en los Estados Unidos, será publicado en el Perú. He esperado ansiosamente la versión en español. No se trata sólo de la preocupación por cómo sonará la traducción, es algo más profundo que eso. Mi conocimiento incompleto del lugar estará a la disposición de los críticos, que con seguridad no serán nada indulgentes. Ser demolido por un crítico estadounidense quizá tendría más impacto en mi carrera, pero un tratamiento similar en manos de los críticos peruanos produciría más daño espiritual. He tomado lo que sé de un lugar, lo he escrito en inglés, y ahora esas personas descritas en los cuentos tendrán la palabra. El exotismo no influirá en la comprensión del trabajo, y los cuentos serán leídos por sus propios méritos. Estos lectores no se verán seducidos por una oración bonita o por un detalle bien observado: ellos sabrán inmediatamente si el libro es verdadero o no, si he añadido algo positivo a los análisis del trauma nacional peruano o si, sencillamente, he plagiado nuestro sufrimiento.

Esa noche en San Francisco, después de conocer al peruano, me fui a casa feliz, borracho y lleno de recuerdos de Lima, la ciudad en la que paso gran parte tan importante de mi vida imaginaria. Repetí en mi mente partes de la conversación, riéndome, y me di cuenta de que, en esa nueva versión, todo lo había traducido en un verdadero argot limeño. No estoy seguro de cómo ni de por qué pasó. De hecho, mi nuevo amigo y yo logramos sentirnos muy cercanos a un lugar muy lejano sin compartir ni una sola oración completa en español. Toda esta reverencia, esta nostalgia, ¡y todo ello en inglés! Qué espectáculo: ante un nacionalismo tan extraño, sería bonito saber, ¿cómo hubiera reaccionado un peruano de verdad?

(Texto original: “The Writing Life”, publicado en The Washington Post, 23 de julio, 2006)

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