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Revista de Libros
 
No. 12  l  Agosto 2007

John Jairo Junieles / blog

Libros:
Hombres solos en la fila del cine
El temblor del kamikaze

Escribir es como la vida misma

Por John Jairo Junieles

Cuando el mar se sale de madre en Cartagena, las olas saltan los espolones de piedra, llenando de algas, piedras y cangrejos la avenida (también lleva botellas, latas, condones, y todas las porquerías que la gente tira al mar mientras disfruta de él), a eso le llaman mar de leva. Recuerdo que durante el bachillerato yo me hacía mucho eso: La Leva; así llaman allá cuando sales de casa pero no llegas al colegio, también si te escapas de allí valiéndote de un profesor miope, o una paredilla muy baja. Entonces uno se iba a un lugar mejor.

Algunos amigos se iban a dar vueltas y robar en centros comerciales y tiendas de discos. Yo casi siempre me iba para cine, a los antiguos teatros: Calamary, Bucanero, Cartagena, Colón, Padilla o Rialto. Cada vez que paso frente a ellos y veo sus puertas condenadas, me siento como un fantasma rondando su tumba, y adentro, todas esas horas doradas enterradas para siempre.

El resto del tiempo me la pasaba escribiendo versiones nuevas de las películas que había visto. Fue uno de los primeros ejercicios que hacía para inventar, porque entonces inventaba, no escribía, no sabía qué era eso; sólo inventaba, hacía que Al Pacino sobreviviera a la emboscada final de Scarface, y lo ponía, con una nueva identidad, a administrar un hotelito en la Guajira, mientras contrabandea whisky con un nativo, un paisa y un turco. Entonces vino una novela que cambió todo: El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, luego otra, La senda del perdedor, de Bukowski, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Descubrí que leer es vivir, y ver una película es ser un testigo vulnerable; una experiencia igual de maravillosa, basta ver: Pelle the conqueror, de Bille August.

Uno de mis primeros cuentos fue “El naranjo”, donde cuento la historia real de mi hermano que nació antes que yo, que se llamaba como yo, y que sepultaron en el patio de la casa de mi infancia. Había leído Conversaciones con Truman Capote, de Lawrence Grobel, y seguí la enseñanza de Capote, escribí el primer párrafo del cuento, inmediatamente el último párrafo, y luego me sentí extrañamente libre, con la certeza de saber a dónde iba. La angustia final estaba resuelta. Empecé a desarrollarlo, y cuando llegué al último párrafo, el final del cuento ya había cambiado, casi sin enterarme. Lo importante, como la vida misma, estaba en la mitad, el cómo vivirla, cómo atar los dos cabos sueltos; porque ya sabíamos el final de la historia, como en la vida misma.

Nadie escribe lo que quiere, sino lo que puede; es decir, a veces se empieza a escribir una historia, y otra historia diferente a la planeada va saliendo, no importa, hay que recibirla con gratitud. En realidad se escribe con una sola tecla, la más importante: Delete. No es con las palabras, sino con los silencios que damos forma a lo impronunciable. Algunos libros interesantes (en lo personal les debo mucho): Mientras escribo (On Writing), de Stephen King, La escritura de una novela, de Irving Wallace, La cocina de la escritura, de Daniel Cassany, y Cartas a un joven novelista, de Mario Vargas Llosa. Son como libros de anatomía y fisiología para entender la osamenta y circulación de las historias; reconocer dolencias y aplicar antídotos. Pero la verdadera escuela está en leer y rayar, leer y rayar. En otra oportunidad buscaré mis propias palabras, pero hoy quiero compartir las del maestro Onetti, esas que siempre se encienden en mi memoria, como velas en lo oscuro: “Hay sólo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.

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