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Ilustración de typozon

 

La versión del jurado
Por Piedad Bonnett

Piedad Bonnett, Oscar Collazos y Héctor Abad Faciolince fueron los encargados de hacer la difícil selección de los 39 escritores latinoamericanos. La escritora responde aquí a las distintas críticas, explicando el sistema de escogencia y las diversas razones por las cuales quedaron los que quedaron.

Como todo fallo, el de los jurados del evento Bogotá 39, promovido y auspiciado por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte y por los organizadores del Hay Festival, dentro de la celebración de Bogotá, Capital mundial del libro, ha sido recibido con reacciones diferentes, unas favorables, otras adversas. Como es natural, se han suscitado preguntas -algunas obvias, otras suspicaces- sobre la naturaleza del proceso, el porqué del número de elegidos y su límite de edad, la incidencia de las editoriales, del público que participó en la votación por internet, un posible cumplimiento de “cuotas”, los resultados que se desprenden de la elección, etc. Como miembro del jurado resulta para mí muy interesante que piedepágina me invite a hacer una síntesis de lo sucedido a partir de las inquietudes despertadas, aunque el día del fallo muchas de estas cosas fueron expuestas brevemente en el recinto de la feria. Valga la pena aclarar que las opiniones que este artículo contiene no comprometen a Oscar Collazos ni a Héctor Abad, mis compañeros de deliberación.

Habría que decir que la convocatoria nos llegó ya con sus límites marcados: se trataba de escoger 39 narradores (no dramaturgos, ni poetas, ni ensayistas), menores de 39 años y nacidos en América Latina. ¿Por qué tales especificaciones? Aunque los organizadores no fueron explícitos al respecto, me atrevo a pensar que si la convocatoria hubiera cubierto todos los géneros la dificultad de la elección sencillamente nos habría superado. Considerando sólo cuentistas y novelistas (y además menores de 39), la lista inicial llegó a ser de casi trescientos nombres, lo que hizo de nuestra tarea de investigación una de las más arduas y complicadas que pueden darse.

En cuanto a la edad de treinta y nueve: se trata, creo yo, de hacer conocer por el gran público la obra de unos autores jóvenes y en plena producción, que, por lo mismo, señalan los nuevos derroteros de la narrativa en lengua española, las temáticas y los intereses de las dos generaciones que suceden a los más veteranos, en sana lógica más consagrados y difundidos que la mayoría de los menores de treinta y nueve. ¿Por qué no se usó la cifra cuarenta? Conjeturo que, de acuerdo a lo que se quería transmitir al público, la cifra treinta remite más a una noción de juventud que el número cuarenta. ¿Y por qué ese el número de los elegidos? Treinta y nueve menores de treinta y nueve, hay que reconocerlo, es una apuesta publicitaria bastante atractiva desde lo que los organizadores se propusieron: interesar a los medios y a un amplio espectro de lectores en el grupo de escritores elegido, que vendrá en agosto a dialogar con el público.

Nunca indagué en las razones por las cuales se excluyó a España de la convocatoria. Pero no me molesta pensar en un gran bloque de autores jóvenes de un joven continente que nos sirve de carta de presentación en el a veces prejuiciado viejo mundo.

¿Cómo ponerle peros a una iniciativa de tal índole? Sería una mezquindad. Todo lo que propicie la circulación y el conocimiento de lo que se está escribiendo en América Latina debe ser bienvenido. Aunque dudemos de los concursos, los festivales y demás, creo que, al ser fuente de oportunidades para autores y lectores, es mejor que existan. Se trataba, entonces, de hacer la tarea de la mejor manera, a sabiendas de que muchos quedarían descontentos.

Lo primero fue aceptar las reglas de juego, la primera de ellas que los autores tuvieran 39 años o menos. Eso nos hizo llevar más de una sorpresa: unos cuantos de los que habríamos querido incluir –Paz Soldán, por ejemplo– habían cumplido ya los cuarenta. Santo y bueno: así debía ser. Quedaban excluidos. ¿Que algunos escriben en inglés, como Daniel Alarcón o Junot Diaz? Era algo para discutir, pero finalmente nos inclinamos por lo evidente: son latinoamericanos. ¿Que otros son ya escritores con reconocimiento, como Volpi o Thays? Siempre tuvimos claro que no se trataba de buscar los 39 mejores escritores de América Latina, pero si 39 escritores muy representativos de lo que hoy se está haciendo. ¿Con qué derecho íbamos a excluirlos a ellos? ¿Acaso se trataba de convertirnos, básicamente, en un banco de oportunidades? Sólo lo fuimos en la medida en que la convocatoria saca a la luz obras confinadas a sus países por las rigideces y los caprichos del mundo editorial, o por las naturales dificultades del mercado.

Nos fue prohibido comunicarnos entre nosotros durante el proceso, a fin de que no hubiera presiones. Y como punto de partida de nuestra tarea contamos, como ya se dijo, con una amplísima lista de nombres que nos proporcionaron los organizadores, acompañada de sus hojas de vida y de comentarios de la crítica. A partir de ahí cada uno de nosotros se valió de múltiples herramientas para ampliar esta lista, entre otras las postulaciones hechas por el público e investigaciones personales que incluían consultas con escritores veteranos y especialistas y estudiosos de los distintos países. Como en Colombia sólo se consiguen parcialmente las obras, debimos acudir a internet como herramienta básica y a amigos, conocidos y a los mismos autores para que nos hicieran llegar sus textos. Ninguna editorial intentó acercamientos, como los malpensados de siempre han sugerido. Y si alguna presión hubo, fue la de cada uno de nosotros tratando de salvar sus candidatos favoritos, en amenas y siempre muy cordiales discusiones.

Como se comprenderá, el conocimiento de las obras –cuando no existía ya previamente– pudo llegar sólo hasta un punto. De ahí que fuera también importante considerar la trayectoria de los autores, la naturaleza de los premios recibidos y, por supuesto, los análisis de la crítica tanto local como internacional. De esta difícil manera, cada jurado configuró una lista personal de sesenta nombres, cada uno de ellos acompañado de un texto justificatorio. Del proceso de cruce que los acuciosos organizadores hicieron resultó que coincidíamos en 16 autores con tres votos, mientras otros tenían uno o dos votos a su favor. Empezaba la dura etapa de las negociaciones sobre 23 de ellos.

Ya para ese momento se hizo evidente que mientras algunos países se veían muy altamente representados –México, Argentina, Colombia, Perú, Cuba–, otros tenían representaciones muy pobres o simplemente no tenían. Vino, pues, una segunda etapa investigativa, donde aparecieron postulaciones nuevas, a fin de que la cobertura fuera tan amplia como se pudiera. Paciencia y barajar, como decía don Quijote. Fue así cómo, poco a poco, sacando unos y metiendo otros, llegamos a 37 nombres. Seis o siete se peleaban los dos últimos lugares. Fue ahí cuando se dio la única posible arbitrariedad del proceso, confesada por todos nosotros en su momento, con cierto tono de broma, como un derecho de anfitriones: le cedimos los dos puestos a Colombia con dos muy dignos nombres, que habían estado pujando desde siempre.

No es cierto que se haya privilegiado autores publicados en España. Ni que se hayan tenido en cuenta sobre todo autores de grandes editoriales. Cualquiera que se tome la molestia de investigar se dará cuenta de que hay muchos que han publicado en pequeños sellos de sus países, o que han tenido que hacer largos caminos silenciosos antes de que un premio o una editorial les dé cierta proyección internacional.

En cambio, los resultados de la convocatoria permiten descubrir muchas cosas interesantes, tanto desde un punto de vista literario como sociológico: que los intereses temáticos, como siempre, son múltiples; que no hay fiebre por los lenguajes muy experimentales; que las mujeres abundan pero que los escritores hombres las siguen sobrepasando en número; que casi todos han pasado por la academia, en su mayoría por departamentos de letras; que muchos han hecho posgrados universitarios y algunos ejercen como docentes; que creen en los concursos, porque participan en ellos; que en gran número viven fuera de sus países; que muchos hacen también periodismo o trabajan en cine y televisión; que sus hojas de vida revelan que, como siempre, es difícil vivir de la escritura. Y otras cosas más complejas, propiamente literarias, que ameritarían un artículo en sí mismas.

Ser jurado siempre obliga a pagar el precio de la incomprensión. En este caso, sin embargo, las recompensas fueron grandes: muchos nombres y obras antes desconocidos me llaman ahora, porque al asomarme a ellos se ha despertado mi interés. Sólo lamento la no inclusión de aquellos que sin duda podrían o deberían haber estado en la lista de los treinta y nueve. Siempre, en estos casos, hay una dosis de injusticia.

Yo espero, por supuesto, que haya sido tan sólo la inevitable.

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