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Revista de Libros
No. 4  l  Agosto 2005


Revista Biblioteca de México 62-63 "Dice el diccionario"
Eduardo Lizalde (director)
Fernando Alatorre (editor)

Por Alejandro Martín

El número 4 de la revista piedepágina no habría podido ser realizado si Juan Gustavo Cobo Borda no hubiese puesto en mis manos este número de la revista de la Biblioteca de México cuando iniciaba la investigación sobre el tema de los diccionarios. Allí encontré, al mismo tiempo, el número que no podría realizar nunca y las pistas necesarias para ir dando forma al que tiene usted ahora en sus manos.

En la colección de artículos reunidos con el título de Dice el diccionario se manifiesta en toda su complejidad ese particular artefacto que está siempre ahí pero que la mayoría de las veces apenas notamos. Quizás el ensayo que presenta esa complejidad de la manera más sintética y potente es aquel que escribió Roland Barthes como prólogo al diccionario Hachette en 1980. Allí él dividió en tres los problemas fundamentales a los que debemos enfrentarnos al pensar el diccionario:

1. La infinitud, la sutileza, del mundo vs. la finitud del diccionario
“El diccionario lucha sin cesar contra el tiempo y el espacio (social, regional, cultural), pero siempre es vencido; la vida siempre es más amplia, más rápida.”

2. Las palabras y las cosas
“... Toda palabra apela a una cosa, o a una nebulosa de cosas, pero de igual modo cada cosa no puede humanamente existir sin que haya una palabra que de cuenta de ella, la consagre, la asuma. (...) El lenguaje no es solamente el privilegio del hombre, es también su prisión.”

3. La instrumentalidad del diccionario.
“Creemos que es un indispensable útil del conocimiento, y es verdad; pero es también una máquina de soñar; al engendrarse a sí mismo, por así decirlo, de palabra en palabra, termina por confundirse con la potencia de la imaginación.”

El diccionario nos lleva a reflexionar sobre nuestra relación con el lenguaje a partir de la mediación que él instituye. El diccionario da cuenta del uso de las palabras (describe) y a la vez lo establece (prescribe). Su papel normalizador del lenguaje se hace evidente a la hora de revisar su historia, a la que tenemos acceso privilegiado, en el caso francés, gracias al meticuloso ensayo de Jean Pruvost. Allí el académico francés nos muestra cómo los diccionarios, tales como los conocemos, sólo surgieron con el proceso de formación de los estados nacionales. Antes existían glosarios y manuales de palabras difíciles de los textos fundamentales, pero sólo fue a comienzos del siglo XVI cuando comenzaron a aparecer los diccionarios que llegaron a su verdadero apogeo en el siglo XVII con el surgimiento de las academias de la lengua. Con los diccionarios se estableció el uso correcto de la lengua, se unificó su ortografía, se hicieron converger en uno solo los distintos dialectos.

Ese caracter de vigilante de la lengua, de institución de poder, es el que ha hecho del diccionario un elemento odioso para muchos. Suele ser la imagen de lo pesado, de lo formal y acartonado (Cortazar lo asimiló con un cementerio de palabras). En Oda al diccionario Pablo Neruda da cuenta de cómo él superó ese prejuicio para caer en la fascinación de su profundidad y su riqueza. La revista da una buena muestra de los más famosos que han caído en su encanto: García Márquez, Borges, Etiembre, Saint-John Perse, Alfonso Romano de Sant'anna, Rafael Cadenas, Gesualdo Bufalino, cada uno en géneros distintos: relatos autobiográficos, ensayos, poemas, cuentos.

Pero los héroes de la revista son los personajes que, quizás no por casualidad, no aparecen en el ensayo de Barthes: los lexicógrafos. Ellos son precisamente los autores de una obra que pretendería borrar toda huella de autoría. El estilo de las definiciones de los diccionarios pareciera buscar el anonimato total del que escribe, porque lo que se querría de es justamente lo universal, lo que todos compartimos y que se aleja tanto como puede de la relación particular que una persona en tiene con una palabra. Lo que nos sorprende al leer esta revista, es que si bien muchos de los diccionarios son hechos por equipos de cientos de personas bajo una rígida metodología, muchos de los diccionarios más importantes y famosos han tenido la huella de su autor. Y estos “escritores de diccionarios” son todos unos personajes dignos de novela: Maria Moliner, James Murray, Emile Littré, Noah Webster, los hermanos Grimm, Samuel Johnson dedicaron su vida a buscar las definiciones perfectas con una gran pasión y dedicación, haciendo ver cómo su obra implicaba no sólo una gran vocación por su trabajo (que la mayoría veían como una misión, en la que estaba en juego algo de caracter muy superior) sino un gran talento que podríamos atrevernos a llamar poético. El último de ellos, quizás el más particular de todos, se permitió dejar aflorar su espíritu ácido en alguna de las entradas:

Lexicógrafo: escritor de diccionarios; inofensivo esclavo del trabajo que se ocupa de rastrear el origen y detallar el significado de las palabras.

Parece ser justamente este papel anónimo del autor del diccionario el que ha tentado a algunos literatos a jugar el papel de lexicógrafos. Desde ese puesto se permiten cuestionar a la vez la rigidez de lo instituido y la aparente novedad de lo revolucionario. El Diccionario de convencionalismos de Flaubert y el Diccionario del diablo de Bierce aparecen en la revista como representantes del género. Un ejemplo de la visión irónica del mundo de Bierce es el siguiente:

Idiota. Miembro de una tribu vasta y poderosa cuya influencia en los asuntos humanos siempre ha sido dominante y rectora. La actividad del idiota no se reduce a un campo de ideas o de acción en particular, sino que “penetra y regula todo el conjunto”. Tiene la última palabra en todo; su decisión es inapelable. Decide las modas y las opiniones, dicta limitaciones del habla y circunscribe la conducta de manera tajante.

Preocupa a muchos la autoridad del diccionario. ¿Quién impone el uso del idioma? ¿Unos eruditos de biblioteca o aquellos que en la calle y la radio hacen lo que quieren con las palabras? Pero no se trata sólo de una discusión entre viejos y jóvenes, o entre conservadores y libertarios. En el lenguaje tienen lugar también todas las violencias y éstas se hacen manifiestas en el diccionario. El artículo de Burchfield muestra lo difícil que puede ser el trabajo del lexicógrafo en temas que afectan sensibilidades tan delicadas como las que implican definir términos como ‘judío' o ‘palestino'. La aparición de un uso despectivo del término en el diccionario parecería legitimarlo, pero eliminarlo haría que el diccionario dejase de servir justamente en los casos más importantes: los polémicos.

Una de las cuestiones polémicas que nos implica de manera más directa es la de nuestro idioma. Y es que justamente en América Latina es donde se ha dado lugar a uno de los casos de imposición más fuerte (y violenta) de un lenguaje (y con él de una cultura, de una forma de ver el mundo). Y es precisamente en México, el lugar en el que se edita esta revista, donde la rebeldía ha sido mayor. Aquí la perspectiva mexicana sobre los diccionarios ocupa un papel protagónico, sin ser nunca provinciana. La conversación con Antonio Alatorre y la reseña del Diccionario de la Real Academia nos dejan ver las dificultades que ha tenido esa gran empresa a la hora de contemplar el español que se habla en América a la misma altura que el de España y los retos que se imponen hacia el futuro. Fernando Lara, editor del Diccionario del Español de México , describe la complejidad a la hora de realizar un diccionario en tiempos en los que el lenguaje no se aposenta sólo en los textos sino que se multiplica y se transforma en los distintos medios.

Toda la revista es un canto a los diccionarios, el director y el editor (Eduardo Lizalde y Rafael Vargas) tan no esconden su amor por los diccionarios que incluso introducen en la revista poemas que los dos le han dedicado a este particular objeto de culto. La diagramación constituye una delicia de juego de palabras en la que a partir de la sobriedad se hace una fiesta: con pocos elementos (dos tipos de letra y tres colores) los diseñadores (Germán Montalvo, Melba Lamadrid y María Artigas) se dan muchas libertades en los tamaños de caracteres e intercambian los colores del fondo y del texto para hacer que la revista nunca se sienta monótona. Y las fotos de Jorge Pablo de Aguinaco constituyen especies de poemas visuales que terminan de convertir este ejemplar de la revista en una obra de arte y un objeto de colección.

Lo más triste es que no me podré quedar con él, ya es hora de que se lo devuelva a Juan Gustavo (algo que quizás he pospuesto demasiado; ahora la ojeo por última vez mientras escribo esta reseña que termino luego de tener la revista casi lista, en un número que ha tardado más de lo normal en realizarse). Ni siquiera puedo fotocopiar mis textos favoritos, porque su particular encuadernación no deja abrir bien las páginas (incluso tendré que pedir disculpas porque en el texto de Barthes se me rajó un poco). Muchos de los artículos de esta revista piedepágina responden a los interrogantes que me quedaron después de leerla; no espero haber conseguido un número siquiera tan logrado como el de los mexicanos, pero si quisiera que después de leerlo les quede algo de la inquietud ha generado en mí el tema tan fascinante de los diccionarios.

 

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