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Revista de Libros
No. 4 Agosto 2005


    

Paul Ricoeur: la memoria y la promesa
Por Jesús Martín Barbero.

“El hombre libre es el que piensa en la muerte, pero su sabiduría está en la meditación sobre la vida”. B. Spinoza

“Ricoeur: hombre de palabra, de pensamiento y de pasión, y también de una fe pensada y pensante”. J. Derrida

Fundador de la Universidad parisina de Nanterre, que fue el epicentro del levantamiento estudiantil en mayo del 68, Paul Ricoeur aceptó la decanatura de la Facultad de Letras ese año precisamente y acompañó al movimiento estudiantil hasta que, dos años después, fuera agredido por un grupo de exaltados estudiantes en forma tan humillante –descargándole un cubo de basura en la cabeza- que decidió abandonar Nanterre y marchar a Lovaina, donde iniciaría su primer seminario en octubre de 1970. Una de las suertes mayores de mi vida fue haber estado en Lovaina ese año y haber podido ser alumno de ese seminario titulado Semántica de la acción . A partir de ese momento el pensamiento de Ricoeur entró a hacer parte decisiva no sólo de mi bagaje intelectual sino de mis referentes éticos: pues en su modo de hacer filosofía encontré una muy peculiar manera de articular la atención a los eventos de la vida social con un pensamiento dedicado a dotarlos de horizonte y profundidad. Y de ese modo, los niveles más altos de abstracción no serán nunca la marca de un alejamiento sino la indispensable distancia para ahondar y comprender más. En reciprocidad con esa experiencia personal, mi homenaje a Paul Ricoeur no será una esquela conmemorativa de la vastedad y profundidad de su obra sino algo bien distinto: un ejercicio de “invención semántica” que aprovecha las potencialidades que él le veía a la “metáfora viva”: trayéndolo a Colombia para iluminar, analítica e imaginativamente, algunas de las dimensiones más opacas y contradictorias de nuestra vida social.

Si en Colombia hay una cuestión de fondo, que este país tiene aún pendiente –irresuelta tanto en el pensamiento como en la acción-, es la muy especial relación entre política y violencia en la trama de sus memorias y de su historia. Esa cuestión ha constituido también –a su manera- uno de los ejes que atraviesa el pensamiento de Ricoeur por entero, desde Historia y verdad (1955) hasta su casi última obra, La memoria, la historia, el olvido (2000). En uno de sus textos iniciales, que data de 1949, puede leerse la extraña llamada a que la filosofía asuma “el espesor de la violencia” y el estudio de sus “modos de eficacia”, entre los que se hallan nada menos que la verdad, el derecho y la justicia, cuando éstos “se toman las mayúsculas como se toman las armas”. Denso espesor de la violencia que se despliega en la historia de lo que Ricoeur denominó las estructuras de lo terrible , esas “fuerzas” del instinto y la explotación inscritas en la política desde su fundación. Y cuarenta años después en La crítica y la convicción (1995) seguirá proponiendo partir de la “insociable sociabilidad” que, en palabras de Kant, constituye la conflictividad estructural de lo social.

Escapando así a una filosofía especular –lugar de la especulación-, y a la trampa que hoy nos lleva del unanimismo de las encuestas a un denuncismo minado por su propia radicalidad, Ricoeur se plantea la pregunta por cómo resimbolizar la política, cómo devolverle densidad simbólica, esto es la capacidad de convocarnos y mantenernos juntos, para enfrentar su deriva hacia la mera administración e instrumentalización por las burocracias y tecnocracias partidarias. Y responde señalando dos sendas distintas pero convergentes: la de la memoria y la de la promesa.

La perversa complicidad de amnistía con amnesia

La senda de la memoria aparece en la reflexión de Ricoeur inscribiendo la política en la historia, en la de verdad, que es la que recupera la acción de los actores , pues quien recuerda y escribe es siempre alguien, y la que desfataliza el pasado recuperando, al modo de W. Benjamin, su inacabamiento. El pasado no está formado sólo por hechos “ya pasados” sino también por tensiones que desestabilizan el presente y engendran futuro, que es el pasado aún vivo, del que estamos hechos. A esa luz, la política “emerge cuando una comunidad histórica se organiza para hacerse capaz de tomar decisiones colectivas”. Y entonces el mismo Estado viene a fundamentarse en la colectiva voluntad de vivir juntos, que es el meollo de la sociedad civil. Y como la más permanente tentación del Estado es convertir la jerarquía en dominio, pasando del estar “por encima de nosotros” al estar “contra nosotros”, la tarea ciudadana por excelencia resultará siendo precisamente esa que en Colombia llamamos hoy veeduría –el hacer visible lo que la opacidad del poder oculta por arbitrario e inconfesable-, pero aplicándola no sólo al tiempo del presente sino haciendo memoria de las injusticias producidas por la opacidad y arbitrariedad del poder.

Sin embargo el sentido del hacer memoria ha sufrido cambios profundos en los años que van de la publicación de Tiempo y narración (1983-1985) al año 2000, en que aparece publicado La memoria, la historia, el olvido. Esos cambios están trastornando hasta su perversión la relación entre memoria e historia. Pues si estamos “entrando en una nueva edad del pasado, perceptible en la irrupción del tema de la memoria en el eje del espacio público”, ello viene acompañado sin embargo de “el inquietante espectáculo que produce la demasiada memoria acá y el demasiado olvido allá”. En el que el acá se refiere a Israel y Palestina “tierras aplastadas por la memoria”, y a lo concerniente al Holocausto judío; y el allá a los países y pueblos que sufrieron las purgas y los gulags comunistas. Nos encontramos además desgarrados entre una memoria “fuente de conocimiento y matriz de la historia” y otra que opera como “repliegue de una comunidad sobre el sufrimiento propio en tal forma que nos torna ciegos y sordos al sufrimiento de otras comunidades”. Estamos llegando a un punto en el que “las perversiones del deber de memoria cortocircuitan el trabajo crítico de la historia”. Todo lo cual hace aun más decisivo el esfuerzo por aclarar y deslindar sus alcances y sentidos.

Aclarar, ante todo, que cuando hablamos del deber de memoria no se trata en modo alguno del deber de las víctimas sino del de los otros, del de nosotros, hacia ellas. Pues es de los otros hacia las víctimas que se produce la deuda que nos obliga a no olvidar. Un no olvidar que se traduce en el reconocimiento de los derechos de las víctimas en los “diversos órdenes de la herida”: en el civil y en el penal, en el de la imputación del victimario y en el de la reparación de los daños sufridos. Y es en esa misma relación que se funda la capacidad de perdón, un perdón difícil pero no imposible. Difícil por la “porosa frontera” que separa a la amnistía de la amnesia , frontera que se traspasa cuando la amnistía se pone al servicio no tanto de la superación de la desgarradura en el tejido de una sociedad sino al de “la preservación del cuerpo político”. ¿No estaría Ricoeur pensando en este país cuando escribía eso? Me lo pregunto porque el predominio de la amnesia en la otorgación de la amnistía es asociado explícitamente al inevitable “retorno de lo reprimido” y ¿no es a eso a lo que vive enfrentada Colombia por su incapacidad hoy mismo de diferenciar de verdad entre la amnistía posibilitadora del perdón que reconcilia a la sociedad y la amnesia que reprime la posibilidad de hacer justicia?

La promesa en que se basa el re-conocimiento

Pero Colombia es mucho más que amnesia y violencia. Ahí está, visible y operante, una cada día más ancha y densa imaginación/creatividad social, como la desplegada en los modos en que sobreviven millones de colombianos física y culturalmente (fuera del país o desterrados dentro), tanto como en la nueva plástica de las mujeres o en las narrativas literarias y audiovisuales de los jóvenes. Y sin embargo la sensación de impotencia que nos produce la inercia política es aún desoladora, y se ve reforzada por una particular ausencia de ética. Ese es justamente el otro nudo de toda la obra de Ricoeur, el otro polo que la tensiona y dinamiza: el de la promesa . Una promesa cuya más honda raíz se halla quizá en su “fe pensada y pensante”, una obstinada fe “por la que –según afirmó en una de las últimas entrevistas- me resisto con todas mis fuerzas contra los ultranegativos juicios que se le hacen a nuestro tiempo”. Pues se trata de una fe basada en la promesa de reconocimiento recíproco que durante años denominó la “pequeña ética” y que vino a desarrollar en su último libro: Los caminos del reconocimiento (2004).

Lo que más hondamente rompe a una sociedad son las promesas de reconocimiento incumplidas, pues de ellas se alimenta la percepción colectiva de humillación, des-conocimiento y des-precio que subyacen a la impotencia. Eso y no otra cosa es lo que significa que una sociedad se sienta des-moralizada . De ahí que recobrar la moral implique rehacer el tejido del reconocimiento en su compleja trama que va de la esfera del afecto (amor y amistad) a la esfera de lo jurídico (la igualdad de derechos) hasta la esfera de la estima social (reciprocidad, solidaridad), que es la esfera-fundamento de las otras dos, pues es en ella donde la alteridad –que subyace a las otras- adquiere todo su conflictivo espesor. Ricoeur se apoya en el Aristóteles que afirmaba “una sociedad no puede sobrevivir en base al miedo del peligro o al interés utilitario, sólo sobrevive en base a la pertenencia”, para comprender cómo en esta insegura y utilitarista sociedad nuestra aún quedan otras energías que provienen de lo que, en el enigma del intercambio social, proviene de la capacidad de don y que él denomina lo festivo : “eso que en nuestras sociedades no se agota ni es disoluble en la economía del consumo o la diversión”. Ello es lo que resiste a la reducción economicista del lazo social. Y lo que “al hacer el inventario de las herencias” no puede ser rechazado pues pertenece al orden de lo que “nos ha sido confiado” por la promesa originaria de lo humano, que es anterior y distinta a todas las promesas incumplidas por la modernidad o por el socialismo.

Herederos frustrados, la mayoría de los seres humanos se aferran sin embargo a una dignidad básica que es para la que reclaman el re-conocimiento en que se basan todos los derechos y toda ética de lo justo , que es la de “a cada uno su parte”. Pues no hay posibilidad de relaciones humanas cortas (de amor y de amistad) sin el mínimo funcionamiento de las relaciones largas , que son las mediaciones institucionales del lazo social. Ya que es en las estructuras institucionales donde se sedimentan los valores y las convicciones que hacen posible un re-conocimiento no meramente formal sino real: aquel que re-distribuye el patrimonio y las responsabilidades, los derechos y los deberes, las ventajas y las cargas.

En la época en que las ciencias sociales han vivido el giro lingüístico , Ricoeur nos invita –particularmente a los colombianos- a articular la cuestión del reconocimiento a la de la re-figuración por el lenguaje. Y es que nuestro país se halla especialmente necesitado –como certeramente ha observado D. Pecaut- más que de un mito fundador, de un relato nacional en el que se entretejan las memorias de sus regiones y sus etnias, de sus mujeres y sus nuevas generaciones. Y en el que se refunde y reinvente el país. Y de eso habla Ricoeur cuando distingue entre la configuración del lenguaje, que es a lo que se dedicó a estudiar el estructuralismo, de su refiguración, que es su metafórica potencia de crear y recrear el sentido. Lo que implica la posibilidad tanto de re-hacer el pasado –substrayéndolo a las mecanicistas lógicas de la subhistoria- como de re-imaginar el futuro, arrancándolo a las fuerzas del instinto y la explotación. Es justamente a eso que Ricoeur llama refiguración : a “la transformación de la experiencia por la acción del relato”, a “su capacidad de reestructurar la experiencia instaurando una nueva manera de habitar el mundo”.

No puedo terminar esta conversación sin dar las gracias a Ricoeur, y también a este país por ayudarme a entenderlo.

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