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Revista de Libros
No. 6 Diciembre 2005


Imagen cortesía de Villegas Editores

Entre el humor y la muerte
Colombia en la pintura de Beatriz González

Una historiadora del arte mira con detalle el lujoso volumen dedicado a la obra de la artista colombiana para encontrar allí su proceso como pintora y el recorrido del país que queda allí retratado

Por Marta Rodríguez

Justamente cuando se cumplen 20 años de la toma del Palacio de Justicia, aparece una nueva publicación de Villegas Editores que recoge la obra completa de Beatriz González. La coincidencia es significativa porque Beatriz González es una artista transgresora, incisiva, profundamente comprometida con la historia reciente de Colombia, y la toma del Palacio parte en dos su proceso artístico, generando una etapa que se prolonga hasta nuestros días.

A comienzos de los años ochenta, Beatriz González había comenzado a seguir con detenimiento, a través de fotografías de la prensa, las vicisitudes del gobierno de Julio César Turbay. Con el humor y la ironía que la caracterizan, realizó una colección enorme de imágenes de prensa de Turbay y también de sus discursos. A partir de ella realizó varios dibujos a lápiz. Inicialmente su interés por la figura de Turbay estaba guiado por motivos estéticos. Por una parte, ese cuerpo corpulento le recordaba las figuras rotundas de Botero; luego se da cuenta cómo imagen de la prensa “aplana” las tonalidades y las formas, coincidiendo con su propio lenguaje pictórico que privilegia los colores planos que utiliza tanto en la serigrafía como en la pintura, procedimientos que caracterizan la primera etapa de su trabajo. Con el paso del tiempo esta colección, y la obra creada en torno a ella, sin proponérselo van preservando una historia política que continúa con el mandato de Belisario Betancur y da lugar a un capítulo nefasto y decisivo: el holocausto del Palacio de Justicia. Desde entonces la mirada de la artista cambia. “Este suceso - dijo Beatriz González- me hizo sentir que no podía seguir haciendo chistes”.

En 1989, cuando se cerraba esta década crucial en el destino de la historia nacional y en el de la obra de Beatriz González, Carlos Valencia Editores publicó Beatriz González: una pintora de provincia . La publicación de Villegas actualiza el desarrollo de su obra hasta el presente, con un impresionante despliegue de imágenes que permite seguir de forma pormenorizada su trayectoria artística desde sus inicios en la década del 60, cuando aun era estudiante de la Universidad de los Andes, hasta su última serie, Verónica , exhibida en la Garcés Velásquez en el 2003. El diseño del libro desde la tapa, hasta la contratapa, muestra una total compenetración con la obra de Beatriz González.

Antes de recorrer la obra de Beatriz González siguiendo las impecables reproducciones de sus trabajos, quiero referirme a los tres artículos, que brevemente analizan la obra desde perspectivas diferentes. Holland Cotter, columnista de arte del New York Times, quien conoció el trabajo de la artista en el Museo del Barrio de Nueva York, observa la obra desde una óptica foránea. Se detiene en el tema del multiculturalismo, analiza las múltiples referencias locales de su trabajo, señala las similitudes y diferencias entre la pintura de la artista santandereana y la de Warhol; evidencia la influencia de Gauguin en la serie Las Delicias y pone un especial énfasis en la relación de su pintura con las imágenes impresas locales, y concluye que “ella ha convertido su status “periférico”, en una escarapela de orgullo”. Carmen María Jaramillo se centra en la primera etapa de su trabajo y ubica a Beatriz González como una artista que rompe con el paradigma del arte moderno, una iniciadora del arte contemporáneo, la primera artista colombiana que utiliza la fotografía como referente, y quien con la transposición de imágenes de la historia del arte cuestiona la noción de originalidad. María Margarita Malagón, con el sugestivo título de “Gusto y gesto en la obra de Beatriz González”, se ocupa de la segunda etapa de su obra y con minucia analiza el manejo de la imagen de prensa, donde, a partir de la década del ochenta prevalece un interés por el espíritu de la imagen, por el gesto de los personajes, lo que pone de manifiesto una intención de ir más allá de lo que la imagen presenta de forma obvia. La autora llama la atención acerca de que este interés por el gesto, que en su última obra, Verónica , se aparta de la fuente de la imagen impresa para tomar su rostro como referencia, y hace pensar que allí Beatriz González inicia una nueva etapa vinculada a una realidad de orden más individual. Habría sido estupendo que los textos fueran más extensos, también se echa de menos la presencia de las palabras de la propia artista quien en varias ocasiones, con lucidez y precisión, ha hablado acerca de su obra y su vinculación con la historia política, social y cultural del país.

Ahora si abordemos las imágenes del libro que son el tema central de esta publicación. En la portada aparece la imagen del Libertador que hace parte de Apuntes para la historia extensa, una serie realizada entre 1967 y 1968, donde Beatriz González retrata con esmalte sobre metal a los próceres de la República. En estas obras tempranas, contradice la tradición de la “pintura culta”, con el uso de los esmaltes, con la utilización del soporte de latón y de una gama estridente en la que priman los tonos rosados, verdes y violetas. Con estos elementos y con el aplanamiento de las figuras, se acerca al lenguaje de la publicidad y del arte popular, despojando de toda solemnidad a estos retratos que distan del tono académico que les es propio. Esta imagen colorida de Bolívar podría ser la portada de un texto de “Historia Patria”, y justamente allí radica parte del juego. Con esta serie, de La historia extensa, como lo comentó Marta Traba, Beatriz González, toma posición “frente a la iconografía de las cartillas, manuales, fiestas patrias y homenajes incesantes, fetichizada y manoseada al mismo tiempo”.

Al abrir el libro, aparecen solo colores: rosado, naranja y un borde azul, que dan cuenta de su paleta subida y contrastante pero profundamente refinada, en la que la proporción de los colores, como en toda buena pintura, resulta definitiva. En la primera página, aparece el Políptico de Lucho (1988), una obra que nos remite a un hecho legendario de nuestra cultura: los “héroes” de la Vuelta a Colombia en bicicleta. La pintura que se sustenta en una estructura propia de la pintura religiosa, el tríptico, presenta una versión de las imágenes de la prensa, que con lujo de detalles muestran la celebración del triunfo con profusión de besos, abrazos y flores. En esta imagen hay un cambio notorio con respecto de su obra anterior: el manejo del espacio. Además de los abrazos a Lucho, aparecen, sobre el plano del lienzo, un cura, una monja, una imagen religiosa, una cara que remite a figuras propias de la iconografía indígena. La lectura de su obra se dificulta: tras el triunfo de Lucho hay muchos actores ocultos. Beatriz González indaga en otras formas de presentar el espacio para aludir a una realidad nacional compleja. En el manejo del color y en la iconografía, pervive su interés por la estética popular pero hay un ámbito enrarecido en el que los tiempos y los objetos se entrecruzan. La reacción del espectador ya no es la risa, como ocurría con sus obras anteriores. La risa queda detenida, es necesario hacer una pausa, pensar en la relación que establecen los múltiples signos que conforman la imagen.

Al pasar la página, aparecen Los suicidas del siga , del 65, una obra que con el tiempo se ha convertido en hito del arte nacional. La calidad de la impresión de esta imagen preserva la exquisitez de su elaboración, en la que se conjuga la comprensión y la habilidad del oficio de la pintura con una sensibilidad particular por las imágenes de la prensa. Como en la obra original, se puede ver el juego de transparencias que es posible lograr cuando se trabaja el óleo sobre el lienzo; con nitidez se distinguen las sutiles variaciones de rojos y blancos. El color plano que la caracteriza, y que nos remite a la iconografía del arte Pop, está intervenido por líneas casi imperceptibles que ponen en evidencia su profundo conocimiento de la pintura de Vermeer y de Velázquez. Esta obra es crucial en el proceso artístico de Beatriz González, porque la sitúa dentro de los valores de nuestra cultura, dentro de un mundo al que ella pertenece. Como todos sabemos, el referente de la obra es una fotografía de prensa en la que aparecen dos amantes tomados de la mano quienes posan ante la cámara antes de lanzarse al salto Tequendama. Este encuentro con una imagen que trae consigo ese particular acercamiento a la muerte la coloca ante un rasgo cultural que para algunos está cerca de lo cursi, pero Beatriz González dirá: “No creo que la sociedad en la que trabajo sea una sociedad cursi sino desmedida, en todas las proporciones y sentidos”. Para agregar luego: “… mi pintura tiene todo el destemple de lo desmedido”. Este trabajo, como lo reconocerá más adelante, será decisivo: “Esa obra me ayudó a encontrarme, yo estaba francamente perdida, con unas grandes inquietudes, pero con unas grandes dudas. Yo llegué a pensar antes de los suicidas: ¿Para qué pinto? ¿Esto qué es? … y apareció esa foto de los suicidas y con ella tantas cosas.”

Entre las tantas cosas que encuentra Beatriz González a través de los Suicidad del Sisga , está el “zapolin anaranjado” con el que su madre barnizaba las mesas en Bucaramanga, su ciudad natal. Ese tono aparece en página siguiente, en la Gioconda , una obra del 74. La Gioconda con su rostro radiante de un naranja encendido que contrasta sobre un paisaje de amarillos y verdes, nos dice a través del título burlón que le pone Beatriz González: Nací en Florencia cuando fue pintado mi retrato (esta frase propiciada en voz baja y dulce) . Esta obra, como la de la portada, fue trabajada con esmalte sobre latón, así que el color es muy plano y con unos bordes sutiles que avivan la intensidad de los tonos. Hace parte de una serie de trabajos en los que Beatriz González recrea obras muy significativas de la Historia del arte, que al ser trasladas a soportes poco tradicionales, como muebles o superficies de latón, proponen un nuevo sentido. Esta actitud de retomar imágenes, como lo anota Carmen María Jaramillo, cuestiona el asunto de la originalidad. A propósito de estos trabajos, Marta Traba, en su memorable libro Los muebles de Beatriz González, comentó: “Sólo a través de esa confrontación entre el original y su versión reconocemos las dislocaciones de la imagen y, por lo tanto, el margen de invención. Simultáneamente, el título desarrolla abiertamente una proposición cursi, que pretende pasar por elegante y poética.”

La ironía, el divertimento, de esta imagen y su nombre, contrastan dramáticamente con la imagen siguiente, que es también la que aparece en la contratapa del libro: en ella lo que prevalece es el rostro y el gesto de la muerte. Entre la radiante Gioconda , llena de vida, y esta Mascarilla verde , monocroma, de la serie Verónica , median exactamente treinta años. Hace mucho tiempo que Beatriz González ha dejado “de hacer chistes”. Después de la toma del Palacio, el narcotráfico, los bandos de derecha e izquierda han protagonizado múltiples asesinatos y masacres. El color de la muerte , serie que se exhibió en 1995, dio testimonio de la larga serie de asesinatos políticos, entre los cuales está el de Galán; en su serie Las Delicias (1997) vimos a las madres llorando la muerte de sus hijos, en la serie Dolores (2000) los cuerpos acongojados de los dolientes se pliegan en grupos derramando lágrimas sobre los féretros. Finalmente, en la serie Verónica, Beatriz González, como lo anota María Margarita Malagón, abandona los referentes impresos y asume sobre su propio rostro el dolor y la experiencia de la muerte.

Esta secuencia de imágenes con las que se inicia el libro da cuenta de los momentos cruciales de su proceso, y la serie se cierra con una fotografía reciente de Beatriz González. En ella, la pintora, con la expresión decidida que la caracteriza, “esgrime” sus pinceles un tanto gastados; tras ella un gran círculo cromático, algo empalidecido, heredero de las búsquedas de Goethe, ordena y nombra los colores. El círculo cromático la respalda como un emblema de la tradición pictórica que ella por una parte perpetúa y por otra, con ironía e irreverencia, también trasgredió. El círculo señala las armonías de los colores complementarios, esas armonías discordantes, vibrantes que con la ayuda de esos pinceles gastados, y con la firmeza y agudeza que definen a Beatriz González, han pintado la historia de Colombia que con tanta fidelidad recoge este libro, una historia llena de color en la que conviven el humor y la muerte.

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