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Revista de Libros
No. 7  l  Marzo 2006


El jardín de las delicias
Guillermo Cardona
(182 páginas, Seix-Barral)

Por Francisco Barrios

El injustamente olvidado George Bernard Shaw decía que toda labor intelectual es humorística. Ante la ausencia de un estudio histórico serio y de amplia difusión, que supere el clásico periodístico de Arturo Alape, ¡por fin alguien escribió algo divertido a raíz del 9 de abril! El entusiasmo que ha despertado la primera novela de Guillermo Cardona, El jardín de las delicias (Premio Nacional de Literatura a Novela Inédita 2005 del Ministerio de Cultura), se debe quizás a su talento para concebir una versión disparatada –pero verosímil en su colombianidad– de los motivos que pudieron llevar a Juan Roa Sierra a dispararle a Jorge Eliécer Gaitán. No estamos ante otro de esos pastiches que pretenden recrear romances improbables en medio de El Bogotazo ; ni ante otro relato testimonial que no pasa de ser un ejercicio de anacronismo. Cardona tiene una larga trayectoria como libretista de programas radiales humorísticos y supo aprovechar su oficio para crear diálogos realistas dotados de unos cambios de ritmo que sólo consigue alguien que lleva mucho tiempo haciéndolo para la escena:

“—Pues si usted es el General Santander —dijo doña Encarnación— yo soy Policarpa Salavarrieta.

—No se burle, mamá.

—Si yo no me estoy burlando, sumercé. Lo que ocurre es que, a ese paso, usted va a terminar en el manicomio de Sibaté como su hermano (…).”

Pero además de su destreza con los diálogos, el autor logra hilar los pocos datos que se conocen de la vida del asesino (un anillo diabólico, dos corbatas en el momento del magnicidio, un quiromántico alemán) con episodios casi absurdos, para lograr que al final, como reza el epígrafe del libro, “jamás sepamos si los hechos narrados aquí son realmente imaginarios”. Ahora bien, no se trata de una obra maestra, y el entusiasmo del veredicto del jurado es un poco desconcertante, ya que se trata de dos escritores consagrados y de un académico igualmente prestigioso. En algunas ocasiones, la psicología de los personajes principales se sacrifica por hacer un buen chiste; la sordidez de un montaje deus ex-machina pierde peso por cuenta de lo explícito de ciertas escenas. Por otra parte, la tensión social que se vivía antes del magnicidio (entre la excluyente oligarquía bogotana y los excluidos, encarnados en Roa Sierra) se queda en una caricatura, cuando tal vez pudo desarrollarse más, sin sacrificar la trama. El jardín de las delicias es una novela corta y ligera; capaz de arrancarle al lector varias carcajadas al mejor estilo de algunas comedias de Molière. Su principal defecto (su falta de profundidad) es también su mayor virtud: la originalidad de esta nueva versión de El Bogotazo termina por ser más entrañable que los testimonios con los que nos agobia la prensa cada aniversario del 9 de abril.

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