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Revista de Libros
No. 7  l  Marzo 2006


República Liberal, intelectuales y cultura popular
Renán Silva
(303 páginas, La Carreta Editores )

Por Malcolm Deas

El historiador Renán Silva hasta este libro ha sido reconocido como gran autoridad sobre la vida intelectual del país a fines de la colonia, culminando en Los ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808 (Eafit, 2002). Ahora sorprende con seis ensayos sobre temas culturales de mediados del siglo XX.

República Liberal, intelectuales y cultura popular es uno de esos libros de más peso que su título. Tiene mucho que decir sobre una serie de temas que deben atraer no sólo a los obstinados editores de piedepágina , sino también a sus lectores: la naturaleza de la cultura nacional, de la “cultura popular” y de la cultura en provincia, y el rol y la capacidad de los gobiernos en su fomento; la suerte del libro, y de las bibliotecas; la pérdida y la recuperación posible de un sentido de dirección en las políticas en este campo. Destaca la obra bajo los gobiernos liberales de 1930 a 1946 de figuras importantes en la historia cultural, demasiado olvidadas, entre ellos Darío Achury Valenzuela y Daniel Samper Ortega –los dos impulsores principales–, Julio Carrizosa, Horacio Rodríguez Plata y otros, y de un número muy grande de gente de provincia, por aun mas olvidada no menos heroica en sus labores culturales. No los revive en un espíritu de nostalgia piadosa –emoción ajena a un historiador de su juicio y rigor profesional–, pero sí con una paciente y detallada exploración de sus labores y del contexto en que les tocó trabajar.

El lector queda convencido de la importancia de las políticas culturales de esta época, de la Radiodifusora Nacional , de las “Biblioteca Aldeanas” y de las primeras Ferias del Libro y de los otros esfuerzos de divulgación, de la seriedad y dedicación de sus promotores. Puede medir sus éxitos y fracasos frente a los muchos obstáculos que tuvieron que enfrentar. Sin embargo, este no es un libro de partido: estas políticas deben ser un legítimo orgullo del Partido Liberal, si todavía existe y todavía tiene memoria. El autor no tiene el menor vestigio de parcialidad, y es escrupuloso en reconocer los antecedentes conservadores de ciertas políticas cuando los hubo, y sus observaciones sobre el sectarismo van por ambos lados.

Sus investigaciones llevan a resultados que van en contra de muchas corrientes de pensamiento que en años recientes han estado demasiado de moda. Con todas sus limitaciones, sorprenden las capacidades administrativas demostradas en estas páginas. Colocar una Biblioteca Aldeana en Bahía Solano en los años 1930 no fue nada fácil, pero se hizo, y el maravillosamente detallado ensayo sobre ese programa contiene muchos ejemplos más de tales hazañas. Silva escribe historia cultural pionera, y lo que expone pone en duda mucho lugar común, entre otros lo muy trajinado de la “ausencia del Estado”.

Muy sugestivas, y tal vez más importantes, sus conclusiones sobre la “cultura nacional” y la “cultura popular”. Por un montón de evidencia dejado por estas administraciones, muy activas en la compilación de estadísticas y en sus pesquisas sobre las realidades nacionales –Silva es el primer historiador que ha desenterrado y se ha hundido en las respuestas a la extraordinaria Encuesta Folclórica Nacional de 1942–, llega a la conclusión ponderada de que “a pesar de las diversidades regionales y la desigualdad marcada entre unas y otras zonas del país, la sociedad colombiana es una sociedad relativamente homogénea en términos culturales”. En breve, que sí tiene sentido hablar de una cultura nacional.

Más problemático resulta hablar confianzudamente de la “cultura popular”, aunque pocos políticos, periodistas o académicos se han dado cuenta de las dificultades. Muchos de los fenómenos, muchos de los hechos culturales que salen a la luz en sus investigaciones sorprenden, no obedecen a lo esperado: el pueblo no necesariamente tiene ni quiere la cultura que alegremente, o tristemente, gente de otros estratos sociales le atribuye. Para nuestro autor, tampoco resulta ser una cultura de clase: “Como lo escribía Max Weber, ‘toda condición social es al mismo tiempo el lugar y el principio de una organización de la percepción del mundo en un ‘cosmos' dotado de relaciones de sentido', pero ello no quiere decir que los materiales con que se construye esa cierta visión del mundo se encuentren restringidos desde el punto de vista de su uso de clase o grupo determinado, pues en una sociedad como la nuestra hay más patrimonio compartido del que habitualmente se piensa , y las construcciones culturales, para constituirse, echan mano de los más disímiles materiales, de las más diversas tradiciones”.

Imposible en una reseña corta señalar toda la sutileza de argumento y riqueza de evidencia de este libro. El espectáculo que presentan esos años de una nación que se esforzaba tanto con tan pocos medios materiales para conocerse a sí mismo, para valorizar y enriquecer la vida cultural de su gente, conmueve, y conmueve más cuando uno recuerda que el impulso va a ser por muchos años perdido, por lo que el autor llama “el corte cultural de 1948” , y la violencia que hizo, en la frase de Gonzalo Sánchez, “un borrón en la memoria cultural del país”.

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