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Revista de Libros
No. 8 Abril 2006

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Dossier: Tomás González, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana


Foto de Peter Schultze-Kraft

El club de Tomás

Aunque el gran público casi no lo conoce todavía, existe un grupo de lectores entusiastas que desde hace algunos años se ha ido pasando de mano en mano cada una de sus obras.Aunque el gran público casi no lo conoce todavía, existe un grupo de lectores entusiastas que desde hace algunos años se ha ido pasando de mano en mano cada una de sus obras.

Leyéndolo tuve la sensación de que Tomás González es muy puro.
Elfriede Jelinek

Escritora, premio Nobel 2004

Me gusta la escritura de Tomás González porque no es un amor a primera vista. Toma su tiempo descubrir el ritmo de su prosa que no tiene nada que ver con “la prosa poética” que tanto detestaba Flaubert, quien, por cierto, fue el primero en descubrir la belleza de las palabras en la prosa. Me gustan los personajes de Tomás González que encarnan la crisis y la decadencia de la cultura antioqueña. Y me gusta su vida recogida, alejada de la farándula literaria, porque nos recuerda ejemplarmente que la obra de un escritor es más importante que su personalidad.
Luis Fernando Afanador
Escritor, crítico de literatura de la revista Semana

Hace alrededor de tres años me enteré de la existencia de Tomás González, por boca de Peter Schultze-Kraft, un traductor alemán al que Colombia nunca terminará de agradecerle (¿ha empezado a hacerlo ya?) sus esfuerzos por la promoción de la literatura colombiana en el mundo germanoparlante. El año pasado, estando de visita en Bogotá, tuve el privilegio de mantener una deliciosa conversación con el director de piedepágina , Moisés Melo, y otra vez escuché mencionar, con la misma emoción, el nombre de Tomás González. Ni corto no perezoso, me hice con cuatro títulos suyos – Los caballitos del diablo , La historia de Horacio , Primero estaba el mar y El rey del Honka-Monka – y tuve así la fortuna de descubrir a ese escritor monumental que, por lo poco que sé de él (casi todo me lo ha contado mi buen amigo Heriberto Fiorillo), es extremadamente tímido e invulnerable a la vanidad y los halagos. González hace una literatura de profundidades psicológicas, de atmósferas familiares densas y de alta carga poética, donde no sobra ni una descripción, ni una simple sílaba: todo –hasta el nombre científico de una planta antioqueña– ocupa un lugar necesario en su obra para conseguir el fin último, que es llegar al alma de los seres humanos. ¿Cómo es posible que este narrador portentoso sea casi un desconocido en su propio país? Que alguien me explique este disparate.
Marco Schwartz
Escritor

Para mí, La historia de Horacio compensa la mayoría de las novelas con pretensiones de crítica social que han aparecido en Colombia en los últimos años. Primero, porque Tomás González, en medio de una sociedad en la que la muerte de un individuo apenas significa algo, insiste en su singularidad y le brinda toda su atención y energía artística. Segundo, porque él, al escribir, se mantiene fiel al tema y al mismo tiempo cuenta sin aparente esfuerzo, casi distraído, tal como los seres humanos, distraídos también, marchamos hacia la muerte. Tercero, porque nos permite ser, en general, bastante testarudos y sensibles sin tener que sacrificar siempre nuestra nostalgia errática a la esperanza de éxito o una voluminosa cuenta bancaria. Cuarto, porque no se abusa de la omnipresencia de los animales para proyectar instintos humanos sino que se toman como elemento irrenunciable de la existencia. Quinto, porque describe el morir como un proceso que pertenece a la vida y no a la muerte. En la descripción del morir “natural” nadie, creo, ha osado ir tan lejos como este escritor.
Erich Hackl
Escritor austriaco

Yo me inscribo en el club de los que consideran a Primero estaba el mar como el mejor de los libros publicados por Tomás González y los cuentos de El rey del Honka-Monka como una espeluznante advertencia de lo que un verdadero escritor alcanza a saber del ser humano. Al leer Primero estaba el mar recordé lo que se siente cuando uno deja la “civilización” para irse a mundos más agrestes a soñar. Yo había hecho lo mismo unos años atrás y Tomás logró enviarme de nuevo a ese rincón de mi memoria. Fue bueno volver a sentir la soledad frente al mar y revivir la sensación de que el mundo puede empezar de nuevo. Después de esos primeros momentos casi siempre llega la rutina de los lugares alejados y luego la invitación a bajar al infierno. El protagonista de la novela de Tomás aceptó el llamado y se dejó llevar hasta el fondo. Tomás lo soltó y los lectores sentimos el dolor de la caída. Tomás González ha tenido la suerte de que no le han puesto reflectores sobre los ojos. Sería una manera de espantarle sus fantasmas y dejarlo solo ahora cuando mejor está escribiendo. Un escritor necesita silencio para oírse y aire limpio para sentirse. De esas penumbras salen las buenas novelas, como las que Tomás ha escrito. Ojalá no lo molestemos con los elogios. Preferiría que siguiera escribiendo.
Juan Diego Mejía
Escritor

Soy un lector disparejo. Leo lo que me recomiendan los amigos. Leo lo que publican los amigos. Leo mucho de lo que escriben los “nuevos” colombianos. Todo para hacerme una idea de mi tiempo. “Leo para estar en la moda”, así somos los del mundo light . Así, en el año 2004, una amiga me miró con ojos grandes de asombro porque no conocía a Tomás González. Me recomendó La historia de Horacio . ¡Y me encantó! No podía explicarme cómo no lo había leído antes. Pensé muy mal de todos mis amigos que me habían dejado ir por la vida sin leerlo. El señor González escribe sin exhibirse y narra sin convertirse en protagonista. Sus personajes se meten con uno y comienzan a vivir en uno. Sus historias no buscan lo pretencioso sino que miran lo íntimo, lo anodino, para contarnos desde lo simple a todos los seres humanos. El señor González no sólo escribe muy bien, sino que tiene algo qué decir. Seguí con Primero estaba el mar y comencé a sentirme feliz de haber encontrado tal vez el mejor secreto (para mí era un secreto, sé que para la mayoría no) de la literatura colombiana. Entonces empecé a recomendarlo a todos mis amigos, a comprarlo y regalarlo, a compartir mi secreto porque creo que la gente que quiero no puede quedarse sin leer al señor Tomás González. Lo cierto es que entre la gente que conozco, no los más ilustrados, se ha corrido la voz de que existe un gueto de adoradores de la secta de Tomás González, feligreses de sus historias, una fanaticada que va en aumento. Todo porque las historias del señor González se le pegan a uno, se le quedan en la memoria, le sacan suspiros y sonrisas y van con uno a todas partes. Confieso que soy un “groupie” de don Tomás.
Omar Rincón
Profesor de comunicación social, crítico de televisión de El Tiempo

Fue leer el primer libro y querer el segundo, y el tercero y más. Claro que me deleitó la sensualidad de su lenguaje, esa compleja y bella fronda antioqueña. Todo se huele, se ve, se siente en los escritos de Tomás González, lo que incluye –desde ya– el paisaje humano (¡y familiar!). Tomás es un escritor potente: en Los caballitos del diablo , ¿no se descubren señales de la violencia germinal de Colombia? No sólo se trata entonces del placer del texto, que ya sería suficiente, sino de los sentidos que nos trae para ir más allá. ¿Por qué es tan poco conocido?
Elsa Usandizaga
Buenos Aires

Comentarios publicados en la prensa

Conociendo, Tomás González logra ver con los ojos de la inocencia, tal como lo atribuye en la novela al hermano de Horacio, Elías: “Había vomitado el fruto del árbol del bien y del mal y regresado al Paraíso Terrenal”.
Ulrike Frenkel
Stuttgarter Zeitung

En La historia de Horacio uno de los personajes dice: “¡Qué difícil había sido el camino en busca de la sencillez del lenguaje, en el que las palabras aparecieran con la naturalidad del musgo sobre las piedras!”. González, parece, ha encontrado este lenguaje.
Uwe Stolzmann
Neue Zürcher Zeitung

Me gustan, en cambio, y me gustan mucho, los escritores silenciosos, que no se dejan tocar por la varita siempre lista de la farándula y hacen de su pasión un ejercicio vigoroso pero interno. Hay muchos, por fortuna. Sus libros apenas aparecen reseñados por ahí, las fotos de ellos son escasas y nunca han permitido que les chanten lentejuelas y reflectores. De dos de esa índole (Tomás González y Juan Diego Mejía) quiero hablar aquí y ahora, aunque merecen espacios más amplios y aplausos más sonoros. Digo de Tomás González cuya novela reciente (Los caballitos del diablo ) es una delicia llena de colores y de olores, de significados de lo que vivimos, de claves para entendernos.
Héctor Rincón
"Escritores malditos"
Revista Cambio

“La precisión y la belleza del lenguaje, la búsqueda de la esencialidad significativa de cada término, la aventura cotidiana de seres humanos entre la naturaleza y la civilización, la soledad y los sueños y el descubrimiento de la poesía en las pequeñas cosas de la vida, han sido obsesiones del escritor Tomás González desde sus primeros poemas hasta la quinta novela que tiene en curso, su séptimo libro, mientras es traducido al alemán y los críticos y lectores de su propio país apenas se dan por enterados. Bueno, digo yo lectores y críticos, con la calificada excepción de Marco Schwartz, Antonio Celia Martínez Aparicio, Moisés Melo, Salomón Kalmanovitz, Ernesto McCausland, Álvaro Castillo y, calculo yo, otro centenar de amigos de la literatura que hemos devorado o terminado de devorar en estos momentos alguno de sus volúmenes.”
Heriberto Fiorillo
“El Club Tomás”
La cueva del viernes
, Marzo 2006

Al lado de estos hay que señalar también otra novela con un encanto inusual: Primero estaba el mar , de Tomás González, un gran escritor injustamente desconocido en Colombia, a quien quizá su discreción y apartamiento le hayan impedido la mayor atención que se merece.
Héctor Abad Faciolince
“Veinte años de compañía”
La Jornada Semanal , 2003

Comentarios de las novelas de Tomás González

Primero estaba el mar

El personaje de Primero estaba el mar , “literato, anarquista, izquierdista, negociante, colono, hippie y bohemio”, rehuye el intelectualismo progresista y fatigado del Medellín de 1975 para irse con Elena a buscar la vida “de carne y hueso” en un ambiguo intento empresarial en Urabá: abrir una finca, destruir y producir en contacto con la naturaleza, son actos que en cierto modo expresan un rechazo más vivido que político a la sociedad burguesa. Pero si el capitalismo sin aliento de Medellín tiene mucho de selva, la vida en Urabá, con la abrumadora presencia del mar y la lluvia resulta, con todo y su belleza, inesperadamente agresiva. Una sucesión de pequeñas batallas y derrotas va ahogando la confianza de J., mientras que la empresa agraria adquiere caracteres cada vez más delirantes, y la vida, los afectos, su vida con Elena, las relaciones con amigos o empleados, caen bajo una lógica siniestra que conduce a la inevitable catástrofe final. La prosa sobria, con un ritmo y una imaginería controlados y tensos, a la que no sobra un adjetivo, una frase, un parágrafo, refiere una inexorable tragedia que se va desplegando, gesto a gesto, en todos los actos y en cada una de las imágenes que presenta. El diálogo escueto, duro y absolutamente verosímil, la descripción segura de un paisaje y una naturaleza que afectan a los personajes, la firmeza de los trazos que pintan a los protagonistas y sus relaciones, la irrupción soterrada o abierta de la violencia, son elementos que dan a esta obra la perfección, el dramatismo y la inevitabilidad de una sonata clásica.
Jorge Orlando Melo

Aunque la historia toma su curso con la inevitabilidad de una tragedia griega, la literatura de González nunca es deprimente. Sus protagonistas, incluso frente a la muerte, están inclinados hacia la vida: “Todo es tan putamente difícil y bello”.
Peter Schultze-Kraft

Los caballitos del diablo

Los caballitos del diablo , de Tomás González, no publicita sus tesoros y, por el contrario, parece escamotearlos al lector. Hay que adentrarse en el relato de manera lenta, con cuidado, paladeando cada escueta frase, cada párrafo rotundo. Tomás González se comporta como un usurero decidido a cortar a machetazo limpio cualquier exceso, una escena de más, una palabra. El lenguaje que utiliza es conciso, sobrio, preciso, sin alardes, y de este concierto de parquedades surge nítida la poesía. [...] De manera sabia, Tomás González ejecuta la obra y, a golpes de batuta, señala la entrada de una voz, de un monólogo, de un diálogo, del coro, de un objeto para la casa, de un animal, de un ámbito, de un intríngulis, de los pequeños dramas que se viven en el seno de una familia antioqueña de comerciantes, finqueros y aventureros que se acusan entre sí de alcohólicos, de haber tumbado al otro, de inútiles, de fantasiosos, de extravagantes, de desequilibrados. [...] Este libro tiene un encanto raro y, como lector, confieso que una vez lo hube terminado de leer volví a releerlo, y luego una tercera vez tratando de desentrañar sus variados temas, sin lograrlo del todo, pues hay un algo en él elusivo, difícil de atrapar, como si el autor hubiera cifrado una verdad, un secreto, de manera misteriosa, y uno se quedara hipnotizado, al soltar el libro, respirando una desbandada de perfumes.
Alberto Quiroga
"La casa de aquél"
Revista Número 39

Lo que quiero destacar de la novela y de toda la escritura de González es su sentido del ritmo y el uso de instrumentos como los estribillos que van cambiando ligeramente cada vez que se repiten, a veces ampliándose y otras reduciéndose, lo que le imprime un ritmo complejo al relato. En La historia de Horacio el ritmo surgía de los embarazos y los progresos en la gestación de las vacas del personaje, obsesionado con su salud y con su muerte. En Los caballitos los estribillos surgen de la vida mercantil de la ciudad: “En los cafés y en las plazas la gente hablaba de cheques devueltos, utilidades, porcentajes. Los vendedores de mangos verdes tasajeaban frenéticos los mangos. Los vendedores de piñas las pelaban y tajaban con cuchillos grandes, extraordinariamente afilados, y colocaban en pilas nítidas y brillantes que eran atravesadas por el sol”. [...] Creo que el ritmo de González es una mezcla extraña entre la salsa y el hablado paisa que acompaña las historias que incitan al lector a que ría, odie y sienta a veces el tremor del sexo o de la muerte.
Salomón Kalmanovitz
“El innombrable en Medallo”, 2003

Para antes del olvido

He titulado mi comentario “El amor fragmentado” [sobre Para antes del olvido ], porque es la idea general, la esencia de toda la historia. De hecho toda la novela se organiza por fragmentos. Tiempos y lugares distintos arman un círculo, creando al final una especie de elipsis que nunca se cierra lo suficiente. Los fragmentos son autónomos entre sí que el lector une por una vaga percepción. [...] Ante todo, una prosa poética llena de plasticidad y luces; una narración rápida, donde se advierte velocidad tanto de imágenes como de pensamiento. Esto permite un erotismo muy original. Tomás González describe escenas eróticas con impresionismo. No diciendo cómo ella lo besa y lo desnuda, y el cómo la seduce, le acaricia los senos y la penetra, sino con otra óptica: por una mesita que se cae golpeada por las piernas de ella que se arquean; por una lámpara que se apaga; por el sonido de las sábanas, etcétera. Óptica bajo la cual vemos un erotismo fino y preciso, y acaso hasta más intenso, porque nos excita la imaginación… y otras cosas…
Angélica Betancourt
La movida literaria

La historia de Horacio

[De no ser por Peter Schultze-Kraft que me hizo leer la novela de Tomás González] me hubiera perdido de toda una experiencia que me devolvió, de este lado de sublimaciones e idealizaciones, a la maravilla de la realidad no mágica de Colombia con su concurrida algarabía. La secuencia de trivialidades cotidianas en la Historia de Horacio va ganando fuerza hasta generar todo un torbellino que absorbe al lector en torno a una muerte in crescendo , muy hábilmente administrada. Mueren con sus pequeñas obsesiones los hombres de una familia cerrada y omnipresente a la que perteneció el rebelde más pertinaz de la región; mueren ellos en rebeldía fumadora contra la vida, en medio de mujeres embadurnadas con cremas acabadas de llegar de Miami y en medio de vacas que paren aparatosamente en medio de lodazales y de dispendiosas inseminaciones que hacen ostentosa la continuidad de la vida. Aquí habla una antioqueñidad sin complejos, sin acomodaciones a clisés regionales y sin retoques de idilio. Me congratulo de haber leído algo que todos haríamos bien en conocer y que la inmensa mayoría aún desconoce. No dejo de preguntarme por qué tantos no saben del libro. No creo que sea tan sólo cosa de cánones, de establecimiento y de mercadeo editorial. Puede ser más bien que en medio de la creciente demanda de diversión enajenada simplemente ya no haya cabida para lo que somos. Ojalá tuvieran todos un amigo que les cuente de Horacio.
Carlos B. Gutiérrez
Filósofo

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