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Revista de Libros
No. 9 Octubre 2006


El código da Vinci
Un valiente manifiesto feminista

 

Ricardo Silva Romero

¿Por qué no todas las “novelas de conspiración” venden los 60 millones de ejemplares que vendió El código Da Vinci ?, ¿por qué no todos los best-sellers se convierten en películas que producen 500 millones de dólares en apenas tres semanas? He aquí algunas respuestas posibles.

Yo nunca había leído best-sellers que no hubieran sido escritos por Gabriel García Márquez. Pero, como me incomodaba el menosprecio de ciertos intelectuales hacia el género (me decía “Hannibal Lecter no puede ser tan flojo”, “el capitán Alatriste tiene que ser un buen personaje”, “Harry Potter no puede ser tan malo”), siempre había querido darme la oportunidad de leer “los libros mejor vendidos” como leía los cómics que leía cuando estaba en el colegio. El problema era, creo, que jamás me quedaba tiempo. Las novelas de Paul Auster, Richard Ford y Julian Barnes no paraban de llegar a mi mesa de noche. Y los éxitos de ventas me servían de chistes, como a cualquier graduado de literatura, en esas comidas en las que se ve uno obligado a lanzar ironías universitarias. Era triste. Me quedaba viéndolos en las vitrinas de las librerías, La suma de todos los miedos , La historia del ladrón de cuerpos , Una bolsa de huesos (qué títulos tan buenos), como un gordo arrepentido ve los escaparates de las pastelerías.

Nadie me quiso regalar El código Da Vinci , no, mi fama de “lector de literatura” había crecido entre mis conocidos (había crecido “porque sí”: era como todas las famas) desde el día de 1993 en el que me quejé de que un tío me regalara la historia oficial de Coca-Cola. Pero este libro, El código Da Vinci , estaba en todas partes. No había forma de escaparse de su portada. No había manera de escaparse de sus páginas. Llegó pronto, en la navidad de 2003, a las manos desprejuiciadas de mi papá. Llegó a la biblioteca de mis suegros (juiciosos lectores de las obras de John LeCarré, John Grisham y Morris West) unos días antes de ese 24 de diciembre. Y llegó al maletín de viaje de mi hermano en los primeros días del enero siguiente. No quiero dar una idea equivocada. Mi papá, mis suegros y mi hermano son lectores estupendos. Lo que pasa es que, a fuerza de vivir en el mundo real, aprendieron pronto a no temerles a las modas (moda fueron Kundera, Eco, Marai) como les temen algunos profesionales de la literatura. Sería mejor decir “les tememos”.

Si digo esto, si me dejo llevar por este tono de valiente testimonio (los blog nos van a volver una raza de exhibicionistas), es porque hace apenas unas semanas, cuando por fin emprendí la tarea de ponerme al día en la lectura de best-sellers, confirmé todo lo que mi papá, mis suegros y mi hermano me dijeron sobre la omnipresente novela de Dan Brown: primero, que uno no puede parar de leerla; segundo, que está llena de frases vergonzosas, de momentos artificiosos, de estereotipos perezosos que hacen inútil el ejercicio de parodiarla; tercero, que su técnica narrativa, a medio camino entre el terminar “en punta” del folletín del siglo xix y el “montaje paralelo” del cine norteamericano de los setenta, la convierte en una aventura más inocente que tramposa; cuarto, que su verdadero ingenio está en la manera como su trama precisa se vale de (podría decirse “reinterpreta”) los hechos, los lugares y los personajes históricos, y quinto, que en el fondo es un hábil manifiesto feminista redactado por un buen hijo que además ha sido un buen esposo.

Uno no puede parar de leerla. Un profesor llamado Jacques Sauniere es asesinado por un escalofriante monje albino, Silas, en los pasillos del museo del Louvre. Y un colega suyo de visita en París, el historiador estadounidense Robert Langdon, recibe esa misma noche una inesperada llamada de la policía en la que se le pide colaborar con la investigación. Cuando uno levanta la cabeza, después de enterarse de que Langdon ha caído en una trama como cualquier “hombre equivocado” de cualquier película de Hitchcock, después de intuir que el protagonista está atrapado en una cruzada de puertas para adentro, descubre (no lo puede creer) que ha llegado a la página 200 en una sola sentada: Langdon es salvado, justo a tiempo, por una criptóloga llamada Sophie Neveau; descifra una serie de enigmas construidos alrededor de la figura de Leonardo Da Vinci, y entonces se encuentra a sí mismo, junto a la señorita Neveau, en la peligrosísima búsqueda de un santo Grial que no se parece al santo Grial que conocemos.

Para ese momento es más que claro que la novela está llena de frases vergonzosas, de momentos artificiosos, de estereotipos perezosos que hacen inútil el ejercicio de parodiarla. Los personajes se dicen cosas inteligentes en voz alta como lo hacían los galanes de las telenovelas de antes, comprenden un acertijo indescifrable unos segundos antes de que todo estalle como en las manidas películas de James Bond y se ven rodeados por “policías duros que en el fondo tienen un gran corazón”, “curas villanos” que frotan sus manos antes de cometer sus fechorías y “funcionarios corruptos” que en un principio parecían seres intachables. Y resulta claro, entonces, que aquella sarta de lugares comunes hace parte del encanto del libro: la saga de Harry Potter , la trilogía de El señor de los anillos y las exitosas novelas de Stephen King tienen en común, si uno lo piensa con cuidado, una milagrosa capacidad de reciclar, sin que nos demos cuenta y llegue a importarnos del todo (cada generación recibe el reciclaje que necesita), los mitos que sabemos de memoria. Nos sentimos cómodos ante sus frases efectistas porque el cine, la televisión, la radio, los cómics y la publicidad nos educaron con ese tipo de frases. Nos divierten sus escenas porque nos hacen sentir niños que les piden a sus padres que les vuelvan a contar la misma historia de siempre. Nos gustan sus villanos porque son los villanos que hemos visto desde que tenemos uso de razón.

Nos sentimos a salvo en sus páginas. Sentimos que ya habíamos estado ahí alguna vez. Pero su técnica narrativa, a medio camino entre el folletín y el cine gringo de los setenta, convierte a El código Da Vinci en una aventura más inocente que tramposa. No es que no haya trampas en la aventura, no, nada más ingenuo que pensar que existen narraciones sin trucos, narraciones honestas. Es que todas las magias de la novela se hacen a la luz del día, de frente, como si el ilusionista nos diera la espalda a la hora de convertir un pañuelo en una paloma. Algunos llaman a esto “dejar ver las costuras”. Una gesto de inocencia que en cierto tipo de relato literario, un relato con todas las de la ley en que el lenguaje sugerente fuera el protagonista, resultaría imperdonable, pero que en un relato como este, en realidad una trama ajustada que no pretende innovar ni fundar mundos sino impedirle al lector que abandone la lectura, parece ser la mejor estrategia. El mismo Dan Brown parece susurrarnos, de página en página, frases del estilo de “sospechen de este personaje”, “esta escena será muy importante más adelante” o “no todo es lo que parece”, con el único objeto de decirnos al final “yo se los dije”. Como un inocente contador de historias.

Todo parece indicar que los relatos más exitosos son aquellos que simplemente nos confirman, punto por punto, lo que ya sabíamos. Y El código Da Vinci está lleno de las sorpresas que nos había prometido desde los primeros capítulos. La gracia de este best-seller, lo que lo ha hecho un best-seller y lo convierte en una lectura tan entretenida, está, sin embargo, en la manera como se vale de ciertos hechos, lugares y personajes históricos para darle forma de “verdad revelada” a una ficción que está mucho más cerca de las aventuras de Indiana Jones que de las investigaciones complejas de El nombre de la rosa . Los críticos literarios lo llaman “certificar el relato”: al empujar a sus personajes por el Louvre, por la abadía de Westminster, por la capilla de Rosslyn; al interpretarnos las obras de Leonardo Da Vinci, Isaac Newton y Jean Cocteau como mensajes cifrados de una secta entregada a la protección de un secreto que podría “hacer temblar los fundamentos de la humanidad”, y al ponernos al día en informaciones verificables como la aparición de los evangelios apócrifos, la relación entre Jesús y María Magdalena, y la decisión política, en Roma, de adoptar al cristianismo como religión, Dan Brown nos obliga a cruzar el libro con la sensación de que todo eso tiene que ser cierto.

¿Por qué no todas las “novelas de conspiración” venden 60 millones de ejemplares?, ¿por qué no todas las novelas de “hombre equivocado en fuga” se convierten en películas que producen 500 millones de dólares en apenas tres semanas? Porque, mientras pasamos las páginas, estamos seguros de que esta conspiración nos involucra a todos. Porque este hombre en fuga está a punto –lo intuimos– de probar una verdad que podría cambiarnos la historia del planeta, despertarnos de un sueño que nos han obligado a soñar y hacernos sentir mejor en nuestro propio cuerpo. Nada más, nada menos.

¿Y por qué nos sentimos bien, mientras leemos, como si se tratara de un libro de autoayuda? No sólo porque los capítulos cortos nos hacen sentir que jamás dejamos de avanzar. No sólo porque la información “de vida o muerte” que recibimos nos hace sentir tan inteligentes como los protagonistas. También porque pronto nos damos cuenta de que El código Da Vinci es, en el fondo, un hábil manifiesto feminista. Pues el santo Grial que busca el profesor Langdon resulta ser la mismísima María Magdalena. Es Sir Leigh Teabing, un estudioso con rastros de polio que es el mejor personaje de la historia (y un homenaje a los autores de aquella investigación titulada El enigma sagrado ), quien le confirma a Langdon la verdad frente a la que ha sido escéptico desde el principio: María Magdalena, que fue la esposa amada de Jesús, que escribió un evangelio que la Iglesia no quiso recibir en La Biblia, que aparece en La última cena de Da Vinci como “la otra mitad” del Mesías, recibió la sangre de Cristo (quedó embarazada) unos meses antes de la crucifixión, escapó a Francia cuando se sintió acorralada por los discípulos que se negaban a entregarle las llaves de la iglesia, y así consiguió salvar a su hija, a la hija de Jesucristo, de la muerte. En alguna parte del mundo se esconden, hoy en día, los herederos de aquella pareja que fue separada en la cruz. Llevan a cuestas la más vergonzosa verdad que ha querido negar nuestra cultura: que la mujer, centro de la creación en eras paganas, fue apartada del orden de las cosas como se aparta a un enemigo que resulta imposible de vencer.

Mis preguntas son (los blog nos van a volver una raza que dialoga): ¿por qué las mujeres no cabían en ese orden de las cosas inventado e impuesto por el catolicismo?, ¿por qué dividirlas en vírgenes, prostitutas y enfermeras?, ¿por qué no dejarlas gobernar, patrullar el mundo, tomar las decisiones?, ¿para qué someterlas como a un niño indefenso? Y no encontrar una sola respuesta convincente me hace creer que la novela de Dan Brown incluso podría cumplir, si uno quisiera que fuera algo más que entretenimiento, con el propósito de recordarnos que cuesta no vivir con el cerebro lavado. ¿Por qué las sectas desencajadas han salido a defenderse de un relato lleno de clichés que sobrevivirá al paso del tiempo como un episodio menor de Tintín? Porque han sido educados, como Dan Brown, como los lectores de Harry Potter, como nosotros, por un grupo de empresarios que entendieron que lo más rentable es dividir el mundo en héroes y villanos. Es triste. Se asoman a los escaparates de los best-sellers como un nutricionista que se asoma a McDonald's para echarle la culpa de todo. Se alimentan de prejuicios para saber en qué mundo despertarán al día siguiente. A sus mesas de noche llega siempre el mismo libro.

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