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Revista de Libros
No. 9 Octubre 2006


Las lecturas de Sergio Pitol

Pocas personas han leído tanto en su vida como el Premio Cervantes 2005. Sus textos surgen de una reflexión sobre los libros, que lo salvaron cuando era niño y que lo han acompañado fielmente desde entonces. El escritor colombiano, autor de El día después del juicio, reconstruye la biblioteca personal del mexicano a partir de su obra publicada.

Luis H. Aristizábal

En su libro más reciente, El mago de Viena , Sergio Pitol confiesa que la lectura ha sido la experiencia fundamental en su vida, de tal manera que las dos se confunden hasta formar una sola entidad. Al revisar recientemente todos sus libros para la edición de sus obras completas, advirtió con sorpresa que el lazo secreto que unía los momentos más importantes de su vida no era otro que la literatura, hasta el punto que su obra entera no es otra cosa que una autobiografía simbólica. Pero al mismo tiempo cada uno de sus libros es una rendición de cuentas de las lecturas que lo marcaron en cada época y de cómo esas lecturas se entreveraron de una forma u otra con su propia escritura. El suyo es un mapa de lecturas que se fue trazando un poco al azar, por destino, por temperamento y mucho por hedonismo. Lector de novelas, por encima de todo –para Pitol la novela es ante todo una trama, un reflejo, imagen y anticipación de una sociedad–, nunca leyó con la intención de escribir, aunque la escritura se haya impuesto siempre a partir de esas lecturas que disparan un proceso interno, una necesidad compulsiva de comentar a otros autores, convirtiéndolos en ficción propia. Y ni siquiera el interés por lo nuevo logró mitigar jamás su pasión por la trama , título que dio a uno de sus libros capitales.

Originalmente El mago de Viena iba a ser un conjunto de artículos, prólogos y textos de conferencias, que al ser ordenados en un índice parecieron muy fastidiosos al autor. Advirtió de pronto que sus ensayos eran bastante aburridos y tristones, por lo que comenzó a interpolar una que otra pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes.

Aunque “el mago de Viena” bien podría ser Sigmund Freud, a quien Nabokov y luego Borges llamaran “el charlatán vienés”, se trata, mucho más prosaicamente, del protagonista de una novela inventada y reseñada por Pitol, mago que habita en la calle de Viena, en Ciudad de México, a unas cuadras de la casa en la que fue asesinado Trotski . No nos equivoquemos, El mago de Viena es, por encima de esa mezcla de ficción, sueños, ensayos, diarios, cajas chinas y otras muchas cosas sacadas del sombrero mágico de Pitol, un libro de reseñas, un compendio más, como El viaje , Pasión por la trama y El arte de la fuga , de las lecturas de toda una vida.

Un niño lector

La historia ha sido contada muchas veces por el propio protagonista: un niño de seis años que ve un día morir a su padre víctima de una meningitis, otro día a su madre ahogada, y luego, dos semanas después, a su hermanita, que no pudo resistir perder a la madre. Y como vivían en un ingenio azucarero plagado de mosquitos, el niño contrajo una malaria consuntiva, prácticamente mortal, y no regresó al colegio ni volvió a relacionarse con otros niños. Es entonces cuando aparece la abuela de los cuentos de hadas, lectora voraz de tiempo completo: la casa se podía caer, pero hasta que no terminara el capítulo de su novela no se movía. Y así la infancia de Sergio Pitol no solamente no fue desastrosa sino incluso feliz, gracias a los libros.

En un gran hotel de Veracruz, con vista al puerto, prosiguió la maravillosa historia de lecturas del último agraciado con el Premio Cervantes. A los seis años, recibió el regalo que sería decisivo: los relatos de Julio Verne, que le abrirían de lleno a la pasión por la literatura y los viajes. Dos años de vacaciones fue su primer libro. “ A partir de entonces todo se cargó de sentido: Verne se convirtió en una fuente prodigiosa de revelaciones. Viajé con él al centro de la tierra, a la luna, al corazón del África, al Amazonas, al Orinoco, a la Antártida y al fondo del océano. Con él navegué en el Nautilus y contemplé el rostro de la tierra desde el Albatros”. Pitol siguió leyendo siempre a Verne y descubriéndole dones y atributos que era inca­ paz de vislumbrar en la niñez, una pasión compartida con su amigo Álvaro Mutis. Así, lo vemos llegar por vez primera a Moscú con Miguel Strogoff, el correo del zar bajo el brazo. En Pasión por la trama , dedica todo un ensayo a El soberbio Orinoco , aquel libro en el que entre otras cosas Verne afirma que el río Meta es el camino más corto entre Bogotá y París. Pitol dedicó otro ensayo a París en el siglo XX , “una nove­ la absolutamente desconocida, desenterrada, en el sentido literal de la palabra, y publicada apenas a finales de 1994”. Lo que más admiró el niño Pitol e n el mundo imaginado por Verne es su capacidad para acercarse a la realidad de una manera distinta; el sesgo en este caso es la anticipación científica. El mundo verniano del año 2000 está volcado a la obtención de fortunas descomunales y miseria multitudinaria, en el que la educación tiene un propósito meramente utilitario y las ar tes han sido proscritas. El universo que Verne describe es tan despiadado como el que vivimos y pade cemos ahora.

Lecturas rusas

A los doce años, Sergio Pitol leyó La guerra y la paz y así comenzó su gran pasión de la adolescencia: los autores rusos. Cuando muchos años más tarde llegó a la Europa del Este, en el servicio diplomático, escribió que s i alguien le hubiera preguntado qué diez libros se llevaría a una isla desierta, en la respuesta por lo menos estarían siete títulos rusos. Sus figuras tutelares fuero n Gogol y Chejov sobre todos los demás, y luego Tolstoi, Bulgakov y Biély.

A Anton Chejov lo p odría leer cada día y en todo momento. Tenía una inmensa carga de humanidad y de una generosidad que no es melosa, que no es blanda, sino una solidaridad subterránea que el lector adolescente quería emular. En Chejov nuestro contemporáneo , ensayo que se encuentra en El arte de la fuga , Pitol analiza con detalle su obra múltiple. El mundo de Chejov parece girar en torno a un eje: la incomunicación. Uno lee los cuentos o novelas cortas del ruso, y cada uno es mejor que el anterior, en especial ese relato extraordinario, atroz entre los atroces, titu lado En el barranco , en el cual la maldad y la usu ra se asimilan a la mentira, y la única nobleza está unida al sufri miento, a los ritmos de la naturaleza, a la tierra, al trabajo manual. Si un mensaje moral se puede desprender de los personajes chejovianos es el de resistirse a sucumbir ante la in misericordia y la vulgaridad que destilan los tiranos domésticos que pueblan los infiernos en los que aquéllos están atrapados. L a mayor aportación de Chejov, en la lectura de Pitol, es el espíritu de libertad que hay en cada una de sus páginas.

La influencia de Gogol sobre la literatura de Pitol ha sido un tanto más enfermiza y oscura. De él aprendió el mexicano que la trama aparentemente más absurda esconde con frecuencia la mejor manera de aproximarse a la aventura humana. Gogol le enseñó que la sátira es una de las mejores armas con que cuenta el escritor cuando las cosas no se pueden decir abiertamente por su nombre. En este sentido, Las almas muertas es para Pitol, sin lugar a dudas, la más grande novela satírica de la literatura rusa, notable tanto por la originalidad del argu mento como por la caracterización de sus personajes y también por la violencia latente bajo una superficie en extremo brillante. Tan importante fue la influencia de Gogol en Pitol, que una de sus primeras novelas, Domar a la divina garza , es todo un homenaje explícito al autor ruso.

A Pitol le gustan los escritores que huyen de lo convencional, que se internan por vericuetos inexplorados. En 1924 el joven Mijaíl Bulgakov publicó Corazón de perro , la historia de un risible error de cálculo de un endocrinólogo que pone en un hombre el corazón de un animal. En un amplio ensayo, Pitol nos cuenta acerca de la extraña debilidad de Stalin por el autor de El maestro y Margarita , uno de los poquísimos a quienes no costó la vida enfrentarse directamente con el dictador omnipotente. La isla púrpura es para el mexicano, de lejos, la mejor de las obras de Bulgakov. Como Hamlet , se trata de una obra de teatro en el teatro, una obra que exige un ritmo especial, más cercana al teatro de marionetas que al de actores.

Caoba es el título de la única novela de un escritor muy raro cuyo estilo maravilló al mexicano, que se llama Boris Pilniak, una de las primeras víctimas del stalinismo. Pilniak se encargaba de mostrar la realidad de soslayo, en forma paródica y a través de distintas voces. Lo más peculiar es que se servía de los muebles para contar una historia. Pitol se pregunta si sería una mera casualidad que entre 1928 y 1929 hubiesen aparecido las dos novelas críticas más devastadoras sobre el período soviético: Caoba y Nosotros , de Evgeni Zamiatin, publicadas ambas en el extranjero. Pilniak terminó fusilado en las purgas terribles en 1936, Zamiatin milagrosamente obtuvo un permiso para emigrar al extranjero.

Mención aparte merece Marina Tsvietáieva, una de las mejores escritoras rusas del siglo xx , a la que Pitol muestra su admiración dedicándole varias páginas en sus libros. Fue su maestra en el ensayo. Lo mejor de esta excéntrica escritora rusa es que se adelantó al estilo de su admirador: “Un ensayo suyo es siempre un relato y la cápsula de una novela y una crónica de época y un trozo de autobiografía”.

De Nabokov, Pitol se queda con el esplendor del estilo por el estilo. Más que los argumentos, parece que a la gran figura del exilio ruso le importara estampar las descripciones más prolijas y originales. Al mexicano le interesan aquellas novelas en las cuales el debate sobre la literatura es el tema dominante, como en La dádiva , La verdadera vida de Sebastian Knight y Fuego pálido . Igualmente tradujo una novela del inglés, La defensa Luzhin , una de las que Nabokov había escrito en ruso, de joven, y la había traducido con su hijo al inglés, cambiándola por completo.

Unas vacaciones de veintiocho años

La adolescencia trajo un nuevo caudal de lecturas. El joven viajó a la Ciudad de México para estudiar leyes en la unam , aunque vagamente sabía que terminaría siendo escritor. Entre 1951 y 1952 empezó a frecuentar la facultad de Filosofía y Letras. Esta también fue la época en que nació su afición por viajar.

Dice Pitol que a Carlos Monsiváis le debe la gracia de ponerse a escribir en serio. Así publica “Victorio Ferri cuenta un cuento” en 1957. En realidad, Pitol empezó a escribir después de leer a Faulkner y a Borges. El esplendor de ambos era tal, que por un tiempo oscureció a todos los demás. En una época su interés por Faulkner fue tan fuerte que sus primeros cuentos son permanentes ecos voluntarios de su estilo. Debía tener unos diecisiete años cuando descubrió a Borges. E l mayor deslumbramiento fue el idioma del argentino; su lectura le permitió darle la espalda tanto a lo telúrico como a la mala prosa de la época. La lectura de La casa de Asterión fue la más deslum brante revelación en la vida de lector de Pitol. Jamás ima ginó que nuestro idioma pudiese alcanzar semejantes niveles de intensidad, levedad y sorpresa. Luego vino la lectura de El Aleph , “ese inmenso milagro con que Jorge Luis Borges ha enriquecido nuestras vidas”.

Durante los años universitarios, tres narradores hispanoamericanos constituyeron el Olimpo personal de Pitol: Borges, Onetti y Carpentier. Del escritor cubano le atrajo sobre todo el ritmo, la austera melodía de su fraseo, una inten sa música verbal con resonancias clásicas y modulaciones pro cedentes de otras lenguas y otras literaturas. Alfonso Reyes le enseñó que era posible llenar de gracia la exposición de temas aparentemente graves. Entre los mexicanos, Pitol dice admirar El águila y la serpiente y La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán, Pedro Páramo de Juan Rulfo y las novelas de Fuentes, de Fernando del Paso, de García Ponce, así como los ensayos de Reyes, Cuesta y Monsiváis.

Lecturas polacas

Luego de un viaje a Venezuela, donde vivió por primera vez la emoción del viaje, a partir de 1961, Sergio Pitol vendió todos sus muebles, sus libros y sus cuadros, compró un pasaje para llegar a Europa y comenzó el periplo de veintiocho años por ciudades como Londres, Praga, Moscú, Varsovia, Venecia, Budapest, Pekín y muchas más. Llegó a Alemania para presenciar el levantamiento del muro de Berlín. En 1962 llegó a Pekín para trabajar como traductor, y casi un año después cambió de residencia y decidió vivir en Varsovia.

Si para Enrique Vila-Matas –y no se trata de un chiste– la literatura más importante del mundo es la húngara (posición que casi que suscribo con entusiasmo), para Pitol posiblemente la más importante sea la polaca, si incluimos en primera fila al más famoso de los escritores polacos, Joseph Conrad. Durante la época en que Pitol vivió en Varsovia, de 1963 a 1966, leyó y tradujo a muchos de estos escritores: Jaroslaw Iwaszkiewicz, Witold Gombrowicz, Andr zej Kusniewicz, la Madre de reyes de Kazimierz Brandys, Las claves del cielo , de Leszek Kolakowski, el Shakespeare nuestro con temporáneo , de Jan Kott, y finalmente, la obra de Bruno Schulz, “el más genial de todos”, autor de Las tiendas de canela .

Una perfecta alucinación, La cruzada de los niños del judío-francés Marcel Schwob, siempre ha ocupado un lugar destacado en las preferencias de Pitol. A su lado hay que colocar la versión polaca de la misma historia, Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski, que tradujo directamente al español. Igualmente habría que mencionar la admirable Las tinieblas cubren la tierra , libro casi inverosímil en un país comunista: la historia se situaba en la España del siglo xv ; el personaje central era Torquemada y su escenario los tribunales de la Santa Inquisi ción. Las analogías con el pasado inmediato no podían ser más asombrosas y estremecedoras.

Otro polaco al que Pitol adora es Witold Gombrowicz, especialmente el del período argentino, el de los soberbios diarios y las últimas no velas. Además, le debe el haber podido sobrevivir varios años en Europa con el oficio de traductor. Hacia 1 965 el mexicano llevaba dos años en Varsovia, cuando recibió u na carta procedente del sur de Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. Pensando que s e trataba de una broma, l a mostró a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía! El escritor polaco le decía que había leído la traducción al español de Las puertas del paraíso , de Jerzy Andrzejewski, y que le había agradado tanto que invitaba al mexicano a traducir su Dia rio argentino , que publicaría en Buenos Aires la editorial Suda mericana. Gombrowicz resultó para Pitol un mago que convertía la moraleja en una demostración de que la función del escritor y del artista es destruir las fachadas para poder hacer vivir lo que du rante siglos ha permanecido oculto.

En Andrzej Kuzniewicz encontró un escritor que se las arreglaba para exaltar la naturaleza en medio de la barbarie. El rey de las Dos Sicilias es para el mexicano una de las más iluminadoras obras narrativas del siglo xx , una obra absolutamente to talizadora, especie de Summa abso luta de la cultura de los últimos tiempos. Se trata de la crónica del mes anterior al inicio de la Primera Guerra Mundial. El hé roe muere el mismo día en que ha comenzado a librarse la primera batalla. La lección de lengua muerta – el otro libro capital de Kuzniewicz – es la crónica del último mes de la guerra y se cierra el día del fin de las hostilidades, que es también el de la muerte del héroe.

Los escritores centroeuropeos

Después del “pathos delirante” con que Andrzej Kusniewicz canta el inmenso derrumbe del Imperio Austro-Húngaro, Pitol nos enfrenta al clásico checo de Jaroslav Hasek, Las aventuras del buen soldado Schveik , ilustración de cómo el protagonista, un ser candoroso e irreductiblemente anárquico, se ve de pronto atrapado por una maquinaria en apariencia perfecta, y nos muestra, esperanzadoramente, los recursos de ingenio que el hombre corriente, el individuo, es capaz de generar para impedir ser destruido por mecanismos que jamás logrará, ni le interesará, comprender.

En Musil reencontrará el mexicano la ironía, en este caso, en El hombre sin atributos , destinada a desentrañar la extrema complejidad de una cultura en vías de oscurecerse. La enseñanza de Kafka fue muy distinta. Curiosamente no tomó de él tanto lo incomprensible de la vida ni la indefensión del individuo frente al poder, cosas que para el optimista Pitol no tienen demasiado sentido, sino la manera de dar vida a los personajes. ¿Cómo? Llenándolos de movimientos y gestos. Cuando uno lee a Kafka no los advierte, pero ahí están siempre, subliminalmente.

Acaso el escritor alemán más admirado por Pitol sea Thomas Mann, del cual le sorprende la amplitud de elementos que se mueven en su caldera fáustica. Su lectura le familiarizó con ciertas maneras paródicas que son inimitables y que ha copiado con regularidad. Mann p arece un escritor tradicional, pero está lleno de innovaciones secretas y desgarradoras. P ocos autores han sobrepasado su nivel de ironía, de ahí que no sea raro que buena parte de los escritores que trabajan la parodia y lo grotesco le rindieran un constante homenaje a su literatura. Para Pitol, como para Italo Calvino, La montaña mágica es el libro clave para enten der nuestro siglo, puesto que en él se encuentran ya los temas y problemas que hasta ahora nos siguen preocupando.

Algunos excéntricos

Son de todas las nacionalidades. Se caracterizan por su absoluta insularidad. Son independientes absolutos y les tiene sin cuidado lo que digan los cánones. N o se propo nen programas ni estrategias, y son reacios a formar grupúsculos. Al no encasillarse en un género, pueden reflexionar con entera libertad. En ellos la excelencia depende de la exacerbación permanente de un estilo personal. Están dispersos en el universo casi siem pre sin siquiera conocerse. Son ellos los que hacen que la escritura sea una celebración. Son los excéntricos o heterodoxos . Fue durante el período en que vivió en Barcelona cuando Pitol se enfrentó a ellos cuando fue director en la editorial Tusquets de la ya mítica colección Los HeterodoXos , con esa equis mayúscula en medio, en la que aparecieron libros tan excepcionales como la Correspondencia abisinia de Rimbaud o La carta a la vidente de Artaud.

Heterodoxos y excéntricos son Henry James y Joseph Conrad. Henry James le enseñó a Pitol el acercamiento furtivo y sinuoso a una franja de misterio que nunca queda aclarado del todo para permitir al lector elegir la solución que crea más adecuada. Por otra parte, aprendió de él la exaltación del exilio interior como única posibilidad de enfrentarse a la corrupción y a la mezquindad del mundo exterior. Excéntrico es Joseph Conrad, cuyas aventuras parecen transcurrir en las selvas tropicales, pero en realidad ocurren en los pliegues más secretos del alma, con un ingrediente que Pitol pasará a muchos de sus cuentos: sutiles ráfagas de ironía corrosiva.

Cuando en la misma Inglaterra su público era casi invisible, Pitol frecuentó durante más de cuarenta años las novelas de Ronald Firbank, el más excéntrico entre los excéntricos. Discípulo de Firbank fue otro excéntrico maravilloso, sin duda, Evelyn Waugh, el gran maestro del género paródico, que es el que con mayor regularidad ha utilizado Pitol en toda su obra de ficción. Sobre todo el primer Waugh, en el que cualquier situación podía desorbitarse y convertirse en un inmenso disparate y la risa constituía el más eficaz cauterio para sa near los pozos de engreimiento y solemnidad que uno pu diera almacenar inadvertidamente. Waugh, al igual que Pitol, jamás comenta moralmente la actuación de sus personajes, más bien se conforma con ser un ojo que contempla tras un lente deformado que am plía o disminuye todo lo que percibe.

Flann O'Brien es otro de esos excéntricos ejemplares. El irlandés es autor de At-Swimm-Two-Birds (Dos pájaros a nado , traduce Pitol) y de El tercer policía . En la primera, un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín, quien escribe una novela sobre los parroquianos de esa taberna, entre los cua les se encuentra el estudiante que escribe la novela inicial. La segunda es, entre otras muchas cosas, la crónica de una historia de amor no correspondida entre un joven y su bicicleta. En O'Brien el juego con lo inesperado y absurdo llega a niveles insospechados que apenas serán alcanzados después por Beckett, sin el humor de su compatriota.

Excéntrico genial es Antonio Tabucchi, porque escribe para un lector que no espera de él ni soluciones ni palabras de consolación sino interro gaciones. La elegancia ligera, el sabio sentido de la economía del relato, el permanente registro lúdico, hacen de él un escritor elusivo y plurivalente, que tiene una temperatura absolutamente personal, nutrida en lo fantástico cotidiano. El lector es testigo, y en cierta forma cómplice, de un combate secreto que se ejerce sin tregua entre la alusión y la elusión. Mientras más precisión existe en los detalles, más misterioso se torna el relato. No es extraño entonces que Tabucchi haya escrito una presentación de la Trilogía del Carnaval , la serie de tres novelas paródicas del nuevo Premio Cervantes.

Del siglo xix español, Pitol rescata la obra múltiple de Benito Pérez Galdós, en la que descubrió que, como en la de Goya, la cotidianidad y el delirio, lo trágico y lo grotesco no tienen por qué ser caras diferentes de una moneda, sino que logran integrar en plenitud una misma entidad. Aunque decirlo en España resulte a veces escandaloso, Galdós ha sido uno de los auténticos maestros del Premio Cervantes. Como lo ha sido, en el siglo xx , su v iejo amigo desde los tiempos de Varsovia y en incursiones surrealistas en Asia Central, el joven Enrique Vila-Matas, a quien considera su maestro en la vida y en la literatura. Con frecuencia s e ha referido Pitol a sus magníficas y excéntricas novelas ejemplares : Historia abreviada de la literatura portátil , Hijos sin hijos y El mal de Montano , que constituyen un tríptico absolutamente impar en las li teraturas de habla española. Ahí está Bartleby y compañía , esa historia de los escritores que no escriben, el más perfecto de todos sus libros, una absoluta obra maestra. En el excelente prólogo a Los mejores cuentos de Pitol, Vila-Matas devuelve atenciones y afirma que la realidad es exactamente la contraria y que, tanto en la vida como en la escritura y en la lectura, su gran maestro ha sido Sergio Pitol.

Uno más cuya lectura constituye un exquisito bocado para los happy few , como los bautizó Stendhal, es el argentino César Aira, cuyos libros apasionantes, a partir de Cómo me hice monja le han dado al mexicano una sensación de libertad enorme. Mencionemos, para terminar, a dos de las escritoras más caras a la sensibilidad pitoliana: Ivy Compton-Burnett, la mayor novelista trágica de la literatura inglesa contemporánea, una anciana ósea y elegante , “autora de veinte novelas que cons tituyen un cuerpo cerrado, ajeno a la influencia y las tendencias de sus contemporáneos, sin antecedentes cercanos visibles ni des cendientes posibles”. Una pensadora radical, uno de los raros casos heréticos modernos, en especial en su novela Criados y doncellas . No menos atractiva resulta la novela Las manzanas doradas, de Eudora Welty, una excepcional narradora del Sur de los Estados Unidos a la que Pitol siempre a dmiró sobre todo porque en sus narraciones las cosas parecen muy sencillas, insignificancias de la vida cotidiana o momentos que parecen anodinos y que en el fondo son terribles; sus personajes son excéntricos y al mismo tiempo muy modestos, como lo es el entorno. L eerla, hablar de ella, recordar personajes o detalles de alguno de sus relatos equivale a un perfecto regalo.

Suite colombiana

“Nunca –escribe Pitol en El mago de Viena – había co nocido a ningún colombiano, a no ser en las novelas, un elenco, pues, reducidísimo: la Fermina Márquez de Valery Larbaud y los protagonistas que se tragó la selva en La vo rágine ”.

No obstante, en su ensayo y prólogo a El corazón de las tinieblas de Conrad, uno de los más célebres de Pitol, menciona a tres colombianos, y todos como referencia ejemplar: Rivera y Mutis, como autores de las mejores novelas selváticas del planeta, y al prodigioso ensayista nacido en Bélgica, hoy casi olvidado, don Ernesto Volkening. En otro lugar llama a Rafael Gutiérrez Girardot “el Virgilio alemán”, no como mejor poeta alemán sino como inmejorable guía turístico en los infiernos teutónicos.

Pitol ha frecuentado a los poetas colombianos: Silva, Barba Jacob, “de quien sólo conocíamos su leyenda negra”, y León de Greiff, “desco nocido por entero, de cuyos poemas me enamoré de inmediato”.

No sobra, ni casi, agregar que Pitol es un enamorado de la obra y de la persona de Álvaro Mutis. B uena parte de El mago de Viena está dedicada a resaltar la magistral obra poé tica y narrativa del colombiano Darío Jaramillo Agudelo. Único poeta en el libro, los suyos son los únicos poemas que Pitol repite. Por lo demás, señala la importancia de sus tres novelas, La muerte de Alec pero sobre todo Cartas cruzadas , una obra que sin duda partió la literatura colombiana en dos, y Memorias de un hombre feliz , el diario de un marido sojuzgado y dictatorialmente anulado que después de largos años casado acaba por asesinar lenta y gozosamente a su mujer. Pitol sabe que n o es la novela de Darío Jaramillo más importante pero es la que personalmente pre fiere, en parte porque le recuerda el desparpajo de las esplén didas primeras novelas de Evelyn Waugh.

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