I am terrified by this dark thing
That sleeps in me;
All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.
Sylvia Plath
Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 como si el viaje hubiera sucedido apenas unos dÃas atrás y no cuando ella tenÃa seis años, poco dÃas después de Navidad, bajo el asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre iba en el asiento de adelante y en el de atrás habÃa quedado atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de vacaciones a Corrientes, a visitar a los tÃos maternos, pero eso era sólo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podÃa adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su madre llevaban anteojos oscuros y sólo abrÃan la boca para alertar sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la espera de un accidente.
TenÃan miedo. Siempre tenÃan miedo. En verano, cuando Josefina y Mariela querÃan bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pileta con apenas diez centÃmetros de agua y vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenÃan unas lÃneas de fiebre. O las hacÃa faltar a la escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacÃa, podÃan verla vigilándolas por la ventana, semiescondida detrás de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movÃa debajo de su cama, y nunca podÃa dormir con la luz apagada. Josefina era la única que nunca tenÃa miedo, como su padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.
Apenas recordaba cuántos dÃas habÃan pasado en casa de los tÃos, ni si habÃan ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero se acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese dÃa el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como siempre en Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las habÃa acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de los tÃos, y las cuatro habÃan ido caminando acompañadas de la tÃa Clarita. No la llamaban bruja, le decÃan La Señora; su casa tenÃa un patio delantero hermoso, un poco demasiado recargado de plantas, y casi en el centro habÃa un aljibe pintado de blanco; cuando Josefina lo vio se soltó de la mano de su abuela y corrió ignorando los aullidos de pánico para verlo de cerca y asomarse al pozo. No pudieron detenerla antes de que viera el fondo y el agua estancada en lo profundo.
Su madre le dio un cachetazo que la habrÃa hecho llorar si Josefina no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos que terminaban en llantos y abrazos y “mi nenita, mi nenita, mirá si te pasa algo”. Algo como qué, habÃa pensado Josefina. Si ella nunca habÃa pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella sólo querÃa ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedÃa en los aljibes de los cuentos, su cara como una luna con cabello rubio en el agua negra.
Josefina la habÃa pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habÃan dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherÃas que se amontaban frente a un altar; la tÃa Clarita, respetuosa, esperaba mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba, pero Josefina no podÃa recordar nada extraño, ni cánticos, ni humaredas, ni siquiera que tocara a su familia. Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que ella no pudiera escuchar nada, y qué le importaba: sobre el altar descubrÃa escarpines de bebé, ramos de flores y ramas secas, fotografÃas en color y blanco negro, cruces decoradas con lazos rojos, estampitas de santos, muchos rosarios -de plástico, de madera, de metal plateado- y la fea figura del santo al que su abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña, repetida en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco, otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares negrÃsimos y la sonrisa amplia.
Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: “Chiquita, por qué no te acostás en el sillón, andá”. Ella lo hizo y se durmió al instante, sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tÃa Clarita se habÃa cansado de esperar. Tuvieron que volver caminando solas. Josefina se acordaba que, antes de salir, habÃa tratado de volver a mirar dentro del aljibe, pero no se habÃa animado. Estaba oscuro y la pintura blanca brillaba como los huesos de San La Muerte; era la primera vez que sentÃa miedo. Volvieron a Buenos Aires pocos dÃas después. La primera noche en casa, Josefina no habÃa podido dormir cuando Mariela apagó el velador.
***
Mariela dormÃa tranquilamente en la camita de enfrente, y ahora el velador estaba en la mesa de luz de Josefina, que recién tenÃa sueño cuando las agujas fosforescentes del reloj de Hello Kitty marcaban las tres o las cuatro de la madrugada. Mariela se abrazaba a un muñeco y Josefina veÃa que los ojos de plástico brillaban humanos en la semioscuridad. O escuchaba cantar un gallo en plena noche y recordaba -pero ¿quién se lo habÃa dicho?- que ese canto, a esa hora, era señal de que alguien iba a morir. Y debÃa ser ella, asà que se tomaba el pulso -habÃa aprendido a hacerlo viendo a su madre, que siempre les controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenÃan fiebre-. Si eran demasiado rápidos, tenÃa tanto miedo que ni siquiera se atrevÃa a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran lentos, se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón no se detuviera. A veces se dormÃa contando, atenta al minutero. Una noche habÃa descubierto que la mancha de revoque en el techo, justo sobre su cama -el arreglo de una gotera- tenÃa forma de rostro con cuernos, la cara del diablo. Eso sà se lo habÃa dicho a Mariela; pero su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran como las nubes, que se podÃan ver distintas formas si uno las miraba demasiado. Y que ella no veÃa ningún diablo, le parecÃa un pájaro sobre dos patas. Otra noche habÃa escuchado el relincho de un caballo o un burro… pero las manos le empezaron a transpirar cuando pensó que debÃa ser el Alma Mula, el espÃritu de una muerta que transformado en mula no podÃa descansar y salÃa a trotar de noche. Eso se lo habÃa contado a su padre; él le besó la cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo habÃa escuchado gritarle a su madre: “¡Que tu vieja deje de contarle pelotudeces a la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante supersticiosa de mierda!”. La abuela negaba haberle contado nada, y no mentÃa. Josefina no tenÃa idea de dónde habÃa sacado esas cosas, pero sentÃa que las sabÃa, como sabÃa que no podÃa acercar la mano a una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenÃa que ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.
Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos, habÃa tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que Mariela habÃa dicho del revoque podÃa ser cierto, a lo mejor le habÃa escuchado contar esas historias a la abuela porque eran parte de la mitologÃa correntina, a lo mejor un vecino del barrio tenÃa un gallinero, a lo mejor la mula era de los botelleros que vivÃan a la vuelta. Pero no se lo creÃa. Su madre solÃa ir a las sesiones y explicaba que ella y su madre eran “ansiosas” y “fóbicas”, que por cierto podÃan haberle contagiado esos miedos a Josefina; pero se estaban recuperando, y Mariela habÃa dejado de sufrir terrores nocturnos, asà que “lo de Jose” serÃa cuestión de tiempo.
Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque un dÃa se habÃa ido dejándola sola con esas mujeres que ahora, después de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de fin de semana mientras ella se mareaba cuando llegaba a la puerta; odiaba haber tenido que dejar la escuela y que su madre la acompañara a rendir los exámenes cada fin de año; odiaba que los únicos chicos que visitaban su casa fueran amigos de Mariela; odiaba que hablaran de “lo de Jose” en voz baja, y sobre todo odiaba pasarse dÃas en su habitación leyendo cuentos que de noche se transformaban en pesadillas. HabÃa leÃdo la historia de Anahà y la flor del seibo, y en sueños se le habÃa aparecido una mujer envuelta en llamas; habÃa leÃdo sobre el urataú, y ahora antes de dormirse escuchaba al pájaro, que en realidad era una chica muerta, llorando cerca de su ventana. No podÃa ir a La Boca porque le parecÃa que debajo de la superficie del riachuelo negro habÃa cuerpos sumergidos que seguro intentarÃan salir cuando ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormÃa con una pierna destapada porque esperaba la mano frÃa que la rozara. Cuando su madre tenÃa que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la tardanza sólo podÃa significar que se habÃa muerto en un accidente. Pasaba corriendo frente al retrato del abuelo muerto al que jamás habÃa conocido porque podÃa sentir cómo la seguÃan sus ojos negros, y nunca se acercaba al cuarto donde estaba el viejo piano de su madre porque sabÃa que cuando nadie lo tocaba, se ocupaba de hacerlo el diablo.
***
Desde el sillón, con el pelo tan grasoso que parecÃa siempre húmedo, veÃa pasar el mundo que se estaba perdiendo. Ni siquiera habÃa ido al cumpleaños de quince de su hermana, y sabÃa que Mariela se lo agradecÃa. Iba de un psiquiatra a otro desde hacÃa tiempo, y ciertas pastillas le habÃan permitido empezar la secundaria, pero sólo hasta tercer año, cuando habÃa descubierto que en los pasillos del colegio se escuchaban otras voces bajo el murmullo de los chicos que planeaban fiestas y borracheras; cuando desde adentro del baño, mientras hacÃa pis, habÃa visto pies descalzos caminando por los azulejos y una compañera le dijo que debÃa ser la monja suicida que años atrás se habÃa colgado del mástil. Fue inútil que su madre y la directora y la psicopedagoga le dijeran que ninguna monja se habÃa matado jamás en el patio; Josefina ya tenÃa pesadillas sobre el Sagrado Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en sueños sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y podrido levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles que querÃan violarla.
Asà que se habÃa quedado en casa, y de vuelta a rendir materias cada fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela volvÃa de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se escuchaban los gritos de los chicos al final de una noche de aventuras que Josefina ni siquiera podÃa imaginar. Envidiaba a Mariela incluso cuando su madre le gritaba porque la cuenta del teléfono era impagable; si sólo ella hubiera tenido alguien con quién hablar. Porque no le servÃa el grupo de terapia, todos esos chicos con problemas reales, con padres ausentes o infancias llenas de violencia que hablaban de drogas y sexo y anorexia y desamor. Y sin embargo seguÃa yendo, siempre en taxi, de ida y de vuelta -y el taxista tenÃa que ser siempre el mismo, y esperarla en la puerta, porque se mareaba y los latidos de su corazón no la dejaban respirar si se quedaba sola en la calle. No habÃa subido a un colectivo desde aquel viaje a Corrientes y la única vez que habÃa estado en el subterráneo gritó hasta quedarse afónica, y su madre tuvo que bajarse en la estación siguiente; ésa vez la habÃa zamarreado y arrastrado por las escaleras, pero a Josefina no le importó porque tenÃa que salir de cualquier manera de ese encierro, ese ruido, esa oscuridad serpenteante.
***
Las pastillas nuevas, celestes, casi experimentales, relucientes como recién salidas del laboratorio, eran fáciles de tragar y en apenas un rato lograban que la vereda no pareciera un campo minado; hasta la hacÃan dormir sin sueños que pudiera recordar, y cuando apagó el velador una noche, no sintió que las sábanas se enfriaban como una tumba. SeguÃa teniendo miedo, pero podÃa ir al kiosko sola sin la seguridad de morir en el trayecto. Mariela parecÃa más entusiasmada que ella. Le propuso salir juntas a tomar un café, y Josefina se atrevió -en taxi ida y vuelta, eso sÃ-; esa tarde habÃa podido hablar como nunca con su hermana, y se sorprendió planeando ir al cine (Mariela prometió salir en mitad de la pelÃcula si hacÃa falta) y hasta confesando que a lo mejor tenÃa ganas de ir a la facultad, si en las aulas no habÃa demasiada gente y las ventanas o puertas le quedaban cerca. Mariela la abrazó sin vergüenza, y al hacerlo tiró una de las tazas de café al piso, que se partió justo a la mitad. El mozo juntó los restos sonriente, y cómo no, si Mariela era hermosa con sus mechones de pelo rubio sobre la cara, los labios gruesos siempre húmedos y los ojos apenas delineados de negro para que el verde del iris hipnotizara a los que la miraban.
Salieron varias veces más a tomar café -lo del cine nunca pudo concretarse- y una de esas tardes, Mariela le trajo los programas de varias carreras que podÃan gustarle a Josefina -AntropologÃa, SociologÃa, Letras-. Pero parecÃa inquieta, y ya no con el nerviosismo de las primeras salidas, cuando debÃa estar preparada para llamar de urgencia a un taxi -o a una ambulancia, en el peor de los casos- para llevar a Josefina de vuelta a casa o a la guardia de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo rubio detrás de las orejas y encendió un cigarrillo.
-Jose- le dijo. -Hay una cosa.
-¿Qué?
-¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrÃas seis años, yo ocho…
-SÃ.
-Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela fueron porque ellas eran como vos, asÃ, que tenÃan miedo todo el tiempo, y se fueron a curar.
Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latÃa muy rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y trató de concentrarse en lo que decÃa su hermana, como le habÃa recomendado su psiquiatra (“Cuando viene el miedo”, le habÃa dicho, “prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué está leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle”.)
-Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podÃan volver si les pasaba otra vez. A lo mejor podrÃas ir. Ahora que estás mejor. Yo sé que es una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la provincia, pero a ellas se les pasó ¿o no?
-Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
-¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos bien.
-No me animo. No puedo.
-Buen. Si te animás, pensalo, qué se yo. Yo te ayudo en serio.
***
La mañana que intentó salir de la casa para ir a anotarse en la facultad, Josefina descubrió que el trayecto de la puerta al taxi le resultaba infranqueable. Antes de poner un pie en la vereda le temblaban las rodillas, y ya lloraba. HacÃa varios dÃas que notaba un estancamiento y hasta un retroceso en el efecto de las pastillas; habÃa vuelto esa imposibilidad de llenar los pulmones, o mejor, a esa atención obsesiva que le prestaba a cada inspiración, como si tuviera que controlar la entrada de aire para que el mecanismo funcionara, como si se estuviera dándose respiración boca a boca para mantenerse viva. Otra vez se paralizaba ante el menor cambio de lugar de los objetos de su habitación, otra vez tenÃa que encender ya no sólo la luz del velador, sino el televisor y la lámpara de techo para dormir, porque no soportaba ni una sola sombra. Esperaba cada sÃntoma, los reconocÃa; pero por primera sentÃa algo por debajo de la resignación y la desesperación. Estaba enojada. También estaba agotada, pero no querÃa volver a la cama a tratar de controlar los temblores y la taquicardia, ni arrastrarse hasta el sillón en pijama para pensar en el resto de su vida, en un futuro de hospital psiquiátrico o enfermeras privadas -porque no podÃa recurrir al suicidio, ¡si tenÃa tanto miedo de morirse!
En cambio, empezó a pensar en Corrientes y La Señora. Y en cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara la tormenta, porque le tenÃa miedo a los rayos, a los truenos, a los relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por la ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la calle, y cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el agua. Recordó que Mariela nunca querÃa ir a jugar con los hijos de los vecinos, ni siquiera cuando la venÃan a buscar, y se abrazaba a sus muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de que su padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra, y que ella siempre volvÃa semidormida, directo a la cama. Y hasta se acordó de doña Carmen, que se encargaba de hacerle los mandados y cobrarle la jubilación a su abuela, que no querÃa -no podÃa, ahora Josefina lo sabÃa- salir de la casa. Doña MarÃa llevaba diez años muerta, dos más que su abuela, y después del viaje a Corrientes sólo visitaba para tomar el té, porque todos los encierros y terrores se habÃan terminado. Para ellas. Porque para Josefina, recién empezaban.
¿Qué habÃa pasado en Corrientes? ¿La Señora se habÃa olvidado de “curarla” a ella? Pero, si no tenÃa que curarla de nada, si Josefina no tenÃa miedo. Pero entonces, si poco después habÃa empezado a padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habÃan llevado con La Señora? ¿Porque no la querÃan? ¿Y si Mariela se equivocaba? Josefina empezó a comprender que el enojo era el lÃmite, que si no se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un micro de larga distancia, hasta La Señora, nunca podrÃa salir de ese encierro, y que valÃa la pena morir intentándolo.
Esperó a Mariela despierta una madrugada, y le hizo un café para despejarla.
-Mariel, vamos. Me animo.
-¿Adónde?
Josefino tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el ofrecimiento, pero se dio cuenta que no le entendÃa sólo porque estaba bastante borracha.
-A Corrientes, a ver a la bruja.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
-¿Estás segura?
-Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si me pongo mal… me das más. No hacen nada. Como mucho, dormiré un montón.
***
Josefina subió casi dormida al micro; lo esperó al lado de su hermana en un banco, roncando con la cabeza apoyada sobre el bolso. Mariela se habÃa asustado cuando la vio tomar cinco pastillas con un trago de Seven-Up, pero no le dijo nada. Y funcionó, porque Josefina despertó recién en la terminal de Corrientes, con la boca llena de sabor ácido y dolor de cabeza. Su hermana la abrazó durante todo el viaje en taxi hasta la casa de los tÃos, y Josefina intentó no partirse los dientes de tanto rechinarlos. Se fue directo a la pieza de la tÃa Clarita, que las esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni visitas de parientes; apenas podÃa abrir la boca para tragar las pastillas, le dolÃan las mandÃbulas y no podÃa olvidar la ráfaga de odio y pánico en los ojos de su madre cuando le dijo que se iba a buscar a la bruja, ni cómo le habÃa dicho: “Sabés bien que es al pedo” con tono triunfal. Mariela le habÃa gritado “yegua hija de puta”, y no quiso escuchar ninguna explicación; encerrada en la habitación con Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar, fumando, eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre no habÃa salido de su pieza para despedirlas.
La tÃa Clarita les dijo que La Señora seguÃa viviendo en el mismo lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendÃa a la gente. Mariela insistió: sólo para verla habÃan venido a Corrientes, y no se iban a ir hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo miedo que en el de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también supo que no las iba a acompañar, asà que apretó el brazo de Mariela para interrumpir sus gritos (“¡Pero qué mierda te pasa, por qué vos tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!”) y le susurró: “Vamos solas”. En las tres cuadras hasta la casa de La Señora, que le parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese “¡no ves como está!” y se enojó con su hermana. Ella también podrÃa ser linda si no se le cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podrÃa tener esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabrÃa cómo maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serÃan bellas si no se comiera las uñas hasta la cutÃcula; su piel serÃa dorada como la de Mariela si el sol la tocara más seguido. Y no tendrÃa los ojos siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la televisión o internet.
Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que abriera la puerta, porque la casa no tenÃa timbre. Josefina miró el jardÃn, ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las azucenas exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas hasta alturas insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando Josefina localizó el aljibe, semiescondido entre pastos, la pintura blanca tan descascarada que era posible ver los ladrillos rojos debajo.
La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las esperara. El altar seguÃa en pie, pero tenÃa el triple de ofrendas, y un San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de capilla; dentro de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes, seguramente de una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a Josefina en el mismo sillón donde se habÃa dormido casi veinte años atrás, pero tuvo que correr a buscar un balde, porque habÃan empezado las arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y sintió que el corazón le obturaba la garganta, pero La Señora le puso una mano en la frente.
-Respirá hondo, criatura, respirale.
Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no atrapados detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de agradecerle; tuvo la seguridad de que La Señora la estaba curando. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla a los ojos, tratando de sonreÃr con los dientes apretados, vio pena y arrepentimiento en La Señora.
-Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya estaba listo. Le tuve que tirar al aljibe. Yo sabÃa que los santitos no me lo iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta.
Josefina negó con la cabeza. Se sentÃa bien. ¿Qué querÃa decirle? ¿EstarÃa de verdad vieja y ya loca, como habÃa dicho la tÃa Clarita? Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela, sentadas en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un hueco a la izquierda, donde debÃa estar Josefina.
-Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos pensamientos, con carne de gallina, con un daño de muchos años. Yo me sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podÃa sacar de adentro los males.
-¿Qué males?
-Males viejos, nena, males que no se pueden decir -La Señora se santiguó. -Ni el Cristo de las Dos Luces podÃa con eso, no. Era viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos nena no estabas. No estabas atacada. No sé por qué.
-¿Atacada de qué?
-¡Males! No se pueden decir -La Señora se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos. -Yo no podÃa sacarles lo podrido y meterlo adentro mÃo porque no tengo esa fuerza, y no la tiene nadie. No podÃa fluidar, no podÃa limpiar. PodÃa nomás pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormÃas acá. El Santito decÃa que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura vos. Pero el Santito me mintió, o yo no le entendÃ. Ellas te los querÃan pasar, que te iban a cuidar decÃan. Pero no te cuidaron. Y yo le tuve que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede sacar. No te los puedo sacar nunca porque los males están en la foto tuya en el agua, y ya se habrá pudrido la foto. Ahà quedaron en la foto tuya, pegados a vos.
La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de entender.
-Se quisieron salvar ellas, nena. Ésta también -Y señaló a Mariela -Era chica pero era bicha, ya.
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los pulmones, con la nueva fuerza que le endurecÃa las piernas. No iba a durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera suficiente, suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua de lluvia y ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahà con la foto y la traición. La Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió todo lo que pudo pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las manos húmedas resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo, no pudo trepar, y apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el agua antes de caer sentada entre los pastos crecidos, llorando, ahogada, porque tenÃa mucho mucho miedo de saltar.