Primero hay que vivir, decÃa Claudia, y era difÃcil no estar de acuerdo: antes de escribir habÃa que vivir las historias, las aventuras. A mà no me interesaba, por entonces, contar historias. A ella sÃ, es decir no, no todavÃa; querÃa vivir las historias que años o décadas después, en un incierto y sosegado futuro, contarÃa. Claudia era cortazariana a más no poder, aunque su primera aproximación a Cortázar habÃa sido, en realidad, un desengaño: al llegar al capÃtulo 7 de Rayuela reconoció, con pavor, el texto que su novio solÃa recitarle como propio, por lo que rompió con su novio y comenzó, con Cortázar, un romance que tal vez aún perdura. Mi amiga no se llamaba, no se llama Claudia: protejo, por si acaso, su identidad, y la del novio, que entonces era ayudante de cátedra y ahora de seguro da clases sobre Cortázar o sobre intertextualidad en alguna universidad norteamericana.
A esas alturas de 1993 ó 1994 Claudia ya era, sin duda, la protagonista de una novela larga, bella y compleja, digna de Cortázar o de Kerouac o de cualquiera que se atreviera a seguir su vida rápida. La vida de los demás, la vida de nosotros, en cambio, cabÃa de sobra en una página (y a doble espacio). A los dieciocho años Claudia ya habÃa ido y regresado varias veces: de una ciudad a otra, de un paÃs a otro, de un continente a otro, y también, sobre todo, del dolor a la alegrÃa y de la alegrÃa, de nuevo, al dolor. Llenaba sus croqueras con lo que yo suponÃa que eran cuentos o esbozos de cuentos o quizás un diario. Pero la única vez que aceptó leerme algunos fragmentos descubrÃ, con asombro, que Claudia escribÃa poemas. Ella no los llamaba poemas, en todo caso, sino anotaciones. La única diferencia real entre esas anotaciones y los textos que en ese tiempo yo escribÃa era el nivel de impostura: transcribÃamos las mismas frases, describÃamos las mismas escenas, pero ella las olvidaba o al menos decÃa olvidarlas, mientras que yo las pasaba en limpio y perdÃa las horas ensayando tÃtulos y estructuras.
DeberÃas escribir cuentos o una novela, le dije a Claudia esa tarde de viento helado y cerveza frÃa. Has vivido mucho, agregué, torpemente. No, respondió, tajante: tú has vivido más, tú has vivido mucho más que yo, y enseguida empezó a relatar mi vida como si leyera, en mi mano, el pasado y el presente y tal vez también el futuro. Exageraba, como todos los narradores y como todos los poetas: cualquier anécdota de la niñez se volvÃa esencial, cada hecho significaba una pérdida o un progreso irreparables. Me reconocà a medias en el protagonista y en los decisivos personajes secundarios (ella misma era, en esa historia, un personaje secundario que de a poco iba cobrando relevancia). De inmediato quise corresponder a esa novela improvisando la vida de Claudia: hablé de viajes, del difÃcil retorno a Chile, de la separación de sus padres, y hubiera seguido pero de pronto Claudia me dijo cállate y fue al baño y tardó diez o veinte largos minutos. Regresó a paso lento, encubriendo, apenas, un miedo o una vergüenza que no le conocÃa. Perdona, me dijo, no sé si me gustarÃa que alguien escribiera mi vida. Me gustarÃa contarla yo misma o tal vez no contarla. Nos echamos en el pasto a intercambiar disculpas como si compitiéramos, ahora, en un concurso de buenas maneras. Pero hablábamos, en realidad, un lenguaje privado que ninguno de los dos querÃa o podÃa ceder.
Fue entonces cuando me contó lo del capÃtulo 7 de Rayuela. Yo conocÃa al ayudante y sabÃa que habÃa sido novio de Claudia, por lo que la historia me pareció aún más cómica, pues me lo imaginaba convertido en el cÃclope del que hablaba Cortázar (“y entonces jugamos al cÃclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sÃ, se superponen…”). Aguanté la risa hasta que Claudia comenzó una carcajada y me dijo es mentira, y los dos reÃmos pues sabÃamos que no, que era verdad. A mà Cortázar no me gusta tanto, lancé de repente, a pito de nada. ¿Por qué? No sé, no me gusta tanto, repetÃ, y volvimos a reÃr, esta vez sin motivo, ya liberados del fantasma de la seriedad.
SerÃa fácil, ahora, rebatir o confirmar esos lugares comunes: si has vivido mucho escribes novelas, si has vivido poco escribes poemas. Pero no era esa exactamente nuestra discusión, que tampoco era una discusión, al menos no una en que alguien pierde y el otro gana. QuerÃamos, tal vez, empatar, seguir hablando hasta que el guardia soltara a los perros y tuviéramos que huir, borrachos, saltando la reja celeste. Pero aún no estábamos borrachos y al portero no le importaba si nos Ãbamos o seguÃamos conversando toda la noche.