1
En una esquina, sobre una mesita de té, habÃa un robot azul y gris de latón con luces blancas en los ojos, los hombros y los pies que se encendÃan en reacción a cualquier sonido. Del interior de su cuerpo, asimismo, emergÃa una voz nasal que contaba la historia de cómo un niño bávaro que amaba a sus padres construyó una serie de autómatas que los ayudaban en las tareas del campo, de cómo otro niño del pueblo que era maltratado se las ingenió para que su madrastra cayera en un pozo y culparan a los autómatas del accidente, de cómo la gente incendió la casa de los autómatas y también de cómo éstos cobraron vida en medio del fuego para salvar a la familia de granjeros.
La niña rogó a sus padres que le compraran aquel robot, pero el encargado de la tienda dijo que no era un juguete y que no estaba a la venta. Ella volvió triste al hogar, se durmió y olvidó el robot hasta que, treinta y cinco años más tarde, ciega de ira por no encontrar a su vástago para mandarlo en busca de agua, fue ella misma y encontró la muerte en el fondo del pozo.
2
Cuando tenÃa cinco años Alfons Klinge oyó, desde el aparato de radio que siempre estaba encendido a esa hora en el salón, la noticia de que la bomba atómica habÃa sido detonada en Hiroshima. Afirmó su vaso de leche tibia y fue corriendo a escuchar los pormenores en la voz de los oficiales norteamericanos que habÃan sido puestos a cargo de la radioemisora de Friburg. A la entrada del salón tropezó con uno de sus volkswagen de juguete, el vaso se le resbaló de entre los dedos y la leche fue a dar sobre el aparato de radio, del cual salieron chispas primero, después una pequeña explosión, un cortocircuito, llamas en las cortinas y el incendio. Cuatro semanas atrás una tanqueta habÃa arrollado a su padre, que intentaba impedir el paso de los aliados a su hacienda.
A los cuarenta y ocho años, Alfons Klinge viajaba desde Washington a Yale para recibir un doctorado honoris causa por el aporte a la fenomenologÃa que habÃa significado la publicación del último de los siete tomos de su Ponderación de Heidegger, Hüsserl y Gadamer, cuando sufrió una insuficiencia cardÃaca. Se le practicó con éxito un trasplante en Boston, ocasión desde la cual no volvió a publicar una sola página, se negó a aparecer en público y se recluyó en un departamento de Detroit. Según vecinos, un zumbido bajÃsimo era perceptible desde el interior de la morada del filósofo, tan grave que algunas madrugadas hacÃa retumbar los espejos y cristales. Murió de un accidente vascular mientras dormÃa, solo, rapado y desnudo, en un departamento vacÃo, sin cuadros en las paredes, sin libros ni televisión. No habÃa un solo lápiz, pero sà una nota en el suelo que decÃa en alemán:
“Desde los cinco años vengo soñando lo mismo. Quiero besar a Uma, pero el barco en el que viajamos está diseñado de manera tal que, cada vez que me dispongo a descender las escaleras hacia la piscina de vapor donde ella toma un baño, los escalones, el suelo, los muros, las vigas, las tablas y la cubierta comienzan a moverse, a inclinarse y levantarse, a cambiar de lugar, a hincharse, plegarse, disminuir, balancearse, crecer, cambiar de color, de forma, a abrirse y apretar, cerrar, ampliarse y cruzar para que yo quede en la misma posición en la que he realizado todo el viaje: arriba, en lo más alto del barco. Reflexiono que las transformaciones del barco son tan armónicas y funcionales que parecen formar parte de un ser vivo, de un organismo. Palpo con mis dedos el suelo y lo siento caliente, contemplo sus poros, los vellos de los muros, el sudor del palo mayor. Me doy cuenta de que estoy dentro de mi propio cuerpo.”
3
Rabà Tanhum disponÃa firmemente cada noche el balde dentro de un cajón con ruedas fabricado de una madera liviana junto a la noria del agua. Ahora podÃa recitar temprano las oraciones de la Ghemará y realizar sus lavativas sin interrupciones, ya no tenÃa que interponer el frÃo y sus pasos en busca del balde de agua a las Palabras, puesto que a la salida del sol la noria hacÃa emerger el agua del pozo y la vaciaba, por medio de canaletas, en el balde que habÃa dispuesto hasta que, rebosado, el peso empujaba el ligero cajón con ruedas suavemente por la pendiente que separaba la pequeña choza de rabà Tanhum y la noria del pueblo.
Pronto la gente comenzó a murmurar contra rabà Tanhum porque en las leyes de Dios dispuestas sobre la Torah nada decÃa sobre someter y manipular los objetos inanimados como si fueran animales vivos al servicio del hombre. Algunos lo urgÃan a destruir aquel carro, otros le pedÃan que les enseñase a fabricar uno para su propio beneficio. Desde lejos llegó el anciano rabà Eleazar Yehuda, se sentó en la mesa de rabà Tanhum y le hizo una sola pregunta:
-RabÃ, ¿trabaja o descansa en Sabbath el ingenio que has construido?
Rabà Tanhum no supo que contestar, pues en la vÃspera con frecuencia las ruedas de madera del cajón se desgastaban y, llegada la madrugada del DÃa Consagrado al Señor, el balde se llenaba como todos los dÃas; el carro trabajaba, es decir recorrÃa algunos pies, pero pronto las ruedas cedÃan, el cajón se volcaba y quedaba en tierra, a medio camino, descansando en Sabbath.
4
Después del accidente, el abuelo dejó su casa en la caleta Portales a cambio de un dormitorio en Santiago, que estaba a razonable distancia de la institución que sacó adelante a su niño. Tras ocho meses de espera recibió una pierna de madera de pino, a la que por fortuna le siguió otra pierna, también de madera de pino y con una rudimentaria articulación de bronce en la rodilla, lo que no obstó para que intentara dar los primeros pasos por el dormitorio. Semanas más tarde llegaron dos brazos de pino radiata, livianos y dúctiles, y dos manos del mismo material aunque con nudillos, coyunturas y garras de fierro, que sin embargo de nada sirvieron hasta que el Ministerio de Salud Pública donó un torso fabricado con restos de maquinaria forestal y cuprÃfera, con motores cardÃacos y nerviosos en pleno funcionamiento.
Aquella tarde de verano, Guepedo -tal era el nombre del abuelo- llevó una silla al portal del pasaje en que vivÃa para contemplar la primera caminata de su Pinino. Recordó melancólicamente aquella noche en alta mar, cuando en plena pesca apareció de súbito una ballena que tragó su bote. HabÃa perdido el conocimiento y con regocijo soñó que tenÃa un nieto. Despertó en el vientre de algo, un monstruo de mar, pero las ballenas no se acercaban tanto a la costa. Era el prototipo de un submarino que estaba desarrollando el Presidente Ibáñez. A cambio de su silencio, el gobierno le concederÃa cualquier favor. Ahora veÃa los pasos desgarbados de polichinela que intentaba dar su Pinino, pasos cuyos hilos invariablemente manejaba la muerte, pues cada dos metros se desmoronaba el cuerpo sin cabeza sobre la acera. Acaso él mismo también estaba muerto, reflexionó, para luego continuar sus ensoñaciones: la próxima buena obra del hada convertirÃa a su nieto en un niño de carne y hueso que se harÃa adulto; adquirirÃa un nombre importante, extranjero, italiano quizás, mejor aún francés; podrÃa seguir la carrera militar, acaso alguna vez alguien fuera a donar una cabeza para él. O muchas cabezas, miles.
5
El 25 de octubre de 1998, en la localidad francesa de Neuchâtel, el ingeniero de sistemas Pierre Leschot aceptó por teléfono el encargo de digitar 20.700 cifras en una planilla de cálculo y se comprometió a enviar el archivo por correo electrónico a más tardar en fecha de primero de noviembre. Era un genio, sin embargo llevaba dos meses buscando trabajo infructuosamente durante el dÃa y bebiéndose sus ahorros en una taberna durante la noche, asà que no le fue fácil estacionarse frente al computador. El primer dÃa ingresó 300 cifras y al atardecer fue en busca de un aguardiente. El segundo dÃa alcanzó a teclear 135 cifras antes de vaciar una botella de whisky. Los dos dÃas siguientes se los pasó ebrio, de lupanar en lupanar.
Sin embargo, Pierre Leschot era un genio. El dÃa quinto gastó el dinero que le quedaba en hojalaterÃas y ferreterÃas, se encerró en la cochera de su casa y construyó un autómata que teclearÃa a velocidad extraordinaria las 20.265 cifras que restaban. Cargó el muñeco mecánico hasta la sala donde estaba instalado el computador, lo depositó en el suelo para enchufarlo a la corriente doméstica, se agachó y levantó la palanca de encendido. Un sistema de piñones dio luz a las pequeñas ampolletas que tenÃa por ojos, la pantalla de su boca esbozó una sonrisa. El autómata caminó, pero en lugar de sentarse frente al computador, para cuyo teclado habÃan sido diseñadas sus extremidades de cien dedos, se dirigió al piano. Comenzó a interpretar con maravillosa sensibilidad los Nocturnos de Chopin, ante la mirada atónita de Pierre Leschot, cuya furiosa voluntad de arreglar cuanto antes a su criatura se fue diluyendo en un sopor melódico que lo durmió profundamente sobre el sofá. Horas más tarde, la luz del atardecer brilló con crueldad en los afilados bordes de los cien dedos del autómata. Detuvo el concierto, cerró el piano, caminó y no se detuvo -ni siquiera cuando el cable del enchufe cedió y todo quedó a oscuras- hasta llegar al sofá.
6
Una circular placa serrada metálica se fija sobre los pastos de las tierras de la familia Frinke. Desde atrás reluce voluminosa y viene otra idéntica circular placa serrada a posarse junto al otro pie. Dos extremidades anilladas púrpura de un material flexible se flectan, preparando el siguiente paso, que retumba en las inmediaciones. A lo lejos asemeja una locomotora ámbar, pero a medida que avanza descuajando arbustos, segando florestas y derribando árboles, el precipitamiento de sus circunvalaciones transparentes muestra un lÃquido oxidado a través de laboriosos pistones, cuyo dorso Ãgneo permite contemplar orquillas, resortes y engranajes que se combinan en crujidos infernales para provocar el movimiento neumático de vigas aceradas y lingotes. Los brazos del descomunal autómata se alzan desafiantes y se detienen violentamente a unas cuantas pulgadas de las cabezas de los dos llorosos herederos, temblando en brazos de su asustada madre. Se enciende azul un fuego fatuo, frÃo en el pecho de la maquinaria antropoide dentro de un disco que inesperadamente se abre desde adentro chirriando, a manera de una compuerta. Del interior del armatoste emerge Günter von Frinke, llevando un casco sobre el que perdura aquella flama añil, voceando con una sonrisa y brazos abiertos:
-¡Felices cumpleaños, hijos mÃos!
Los pequeños Frinke pasan del pavor a la plenitud, brincan y juguetean a los pies del obsequio traÃdo por su padre. Incluso Klaus, el menor, proyecta rayos iridiscentes en torno a sà mismo y golpea sus manecitas de azogue cuando el nuevo hermano balbucea su primera palabra.
7
No deberÃa provocar sorpresa que Stalin permitiera por largos dos años el trabajo del neurocirujano Dimitri Mikhailov Smikhaiev en su máquina medidora de almas, instalada en un hospital a las afueras de Moscú. El apoyo oficial a los experimentos del doctor Smikhaiev siembra dudas sobre el carácter verdaderamente materialista del temprano marxismo staliniano, en beneficio de una metafÃsica del mal, si consideramos el mal como daño. En efecto, el mecanismo de aquella máquina era bastante simple: registraba magnetofónicamente los episodios traumáticos que relataba el prisionero bajo hipnosis y luego los reproducÃa de manera continua en los altavoces que se ubicaban en el techo de la celda. La medida del alma de una persona era proporcional al tiempo que soportara en estado de cordura aquel horrible relato. Los resultados indicaron la impresionante fortaleza de espÃritu de los rusos: sólo cinco presos enloquecieron de entre los cincuenta sometidos a la medición. Ante tales resultados la autoridad reunió un comité especial y acusó al doctor Smikhaiev de engañar al pueblo. Lo fusilaron mientras alguien clamaba, desde el fondo del patio, que eran unos desalmados.
8
En los años noventa, durante un almuerzo con Bioy Casares, le comenté que llevaba cinco años entrampado en la escritura de una novela histórica. La historia tiene demasiadas puertas como para perderse, me respondió con una sonrisa. Efectivamente mi manuscrito aún está guardado sin terminar en un cajón, pero la anécdota me hace recordar cuando en mi infancia le escuché decir a un tÃo que todo podrÃa haber sido distinto si aquella vez en Concepción, el año 1749, la modesta máquina de guerra construida por el capitán Juan de Ordóñez hubiera aniquilado a sus enemigos araucanos dando -de paso- origen a una revolución industrial, en vez de crujir blandamente y romperse en pedazos para que salieran del interior dos enormes culebras marmóreas que devoraron a todos los integrantes del batallón antes de sumergirse en un volcán que comenzaba a hacer erupción, como realmente ocurrió.
9
El poeta se levantó en mitad de la noche y anduvo lentamente por el pasillo oscuro tocando las paredes, renunciando a encender las luces, atontado por el cansancio como estaba y convencido de que caminar sin rumbo por la casa no lo harÃa volver a dormir. Llenó el plato de la gata con comida. Abrió la puerta de la habitación de Julieta, encendió la luz. Sólo habÃa un dibujo hecho por él mismo pegado en la pared con cinta adhesiva, junto a un viejo computador Atari conectado a un televisor y un pequeño macetero con unas hojas a punto de secarse. Trajo agua en un vaso desde el baño y regó la plantita de interior. Desde que Julieta ya no estaba, hacÃa tres meses, nadie entraba a aquel dormitorio. HabÃa mucho polvo y las paredes conservaban un olor a transpiración.
Encendió el televisor y el Atari. Apareció una pantalla azul que decÃa Ready. Puso el teclado sobre sus piernas, digitó términos que ella le habÃa enseñado. Un leve estremecimiento recorrió las yemas de sus dedos y luego su nuca. Recordó también que eran dos meses los que habÃa cumplido sin escribir un solo verso.
10 PRINT Julieta
20 GOTO 10
RUN
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
Julieta
BREAK
Pulsó la tecla BREAK en un extremo del teclado. El nombre de ella perdÃa todo significado asÃ, insistente en letras blancas sobre fondo azul. Pensó en un poema que le habÃa escrito, titulado Abandono, que ella no alcanzó a leer. Un ruido lo hizo levantarse. Le abrió a la gata, que arañaba la puerta de la cocina para entrar a comer, igual que cada madrugada. Después se deslizarÃa desesperadamente por los rincones de la casa maullando, buscando a su dueña con desconsuelo.