TodavÃa faltan tres minutos para las cinco de la tarde. Entonces te quitas el reloj de pulsera y lo guardas en el bolsillo derecho de la chamarra. Dentro del coche hace calor, muchÃsimo. Sin embargo, prefieres no zafarte de prenda alguna, quieres estar asà cuando ocurra lo que tenga que ocurrir: al fin y al cabo fue ella quien te compró toda esa ropa a lo largo de estos años viviendo juntos. Te recuestas un poco en el asiento. DesvÃas la mirada casi de forma mecánica hacia la calle. Ahà está, sobre la calzada, el vendedor de CD piratas cuyo nombre nunca puedes recordar, pero de quien adquirieron decenas de veces música variada, desde los tangos de Ãstor Piazzolla pasando por Luis Miguel y sus poses de mariconazo hasta llegar al último álbum de Julieta Venegas. Pensaste: ¿No se parecÃan las dos en cierta medida? ¿No se habÃan dado cuenta ambos de este detalle el otro dÃa mientras veÃan en MTV un programa sobre su más reciente disco? Tal vez en la forma de hablar, en lo suavito de la voz, en la risa casi infantil. Y un poco en la cara también. Pero entonces volviste a poner atención en el vendedor. Ahà estaba como siempre: alto, flaco, con los pelos sucios y tiesos, además de esos bigotes espesos y desaliñados que parecÃan un gusano peludo. ¿Cuántos hijos tendrÃa? Seguro que muchos, ¿no decÃan siempre que los pobres tenÃan hijos como los conejos?, ¿a montones?, ¿uno tras otro? Te los imaginaste a todos dentro de una habitación de paredes húmedas y piso de cemento. Una cama de dos plazas a un costado donde seguro el flaco dormÃa con la esposa y una mesa pequeña donde almorzaban, desayunaban y donde los chicos harÃan los deberes durante las tardes. Mesa que, era más que seguro, quitaban por las noches para tender los colchones o lo que fuera para que se fueran a dormir.
Volviste a ver el reloj. Ya no faltaba mucho. ¿Y si la llamabas? A lo mejor podrÃa sospechar. PodrÃa decirte: ¿pasa algo?, ¿estás bien? Preferiste no hacerlo. No valÃa la pena volver a oÃr su voz. Además se lo habÃas prometido a Morote anoche: Nada de arrepentimientos a última hora, compadre, nada de sentimentalismos, ¿estamos? La última hora, la que estaba llegando. Optaste más bien por pensar en ella: no habÃa cambiado mucho desde que se habÃan conocido y desde esa mañana de abril cuando se casaron. SeguÃa siendo la misma, pero era otra o en todo caso serÃa otra. ¿TenÃa lógica eso? Con una media sonrisa pensaste en las frases de los autores de libros de autoayuda que ella leÃa con una devoción exasperante. Lo que habÃas pensado se parecÃa a eso. ¿No decÃan cosas obvias en frases más o menos complicadas para de esa manera aparentar profundidad? ¿Qué dirÃa Carlos Cuauhtémoc Sánchez sobre lo que te estaba ocurriendo? ¿Paulo Cohelo? Seguramente alguna boberÃa. O los muy pendejos podrÃan usar tu historia para escribir un nuevo libro y asà ganar millones.
SÃ, pese a los años ella no habÃa cambiado. Era la misma fÃsicamente, a eso te referÃas. Era la misma mujer de caderas delgadas, el mismo corte de cabello y la misma nariz recta y decisiva de la cual te habÃas enamorado. Porque tú eras asÃ: las pocas veces que te habÃas enamorado lo habÃas hecho a partir de un rasgo fÃsico en particular para luego recién abarcarlo todo. ¿Cómo te habÃa dicho Morote que se llamaba eso el otro dÃa cuando se lo contaste? No recordabas. Inclusive los ojos eran los mismos: oscuros y siempre curiosos. En alguna oportunidad ella habÃa querido cambiárselos, ponerse unos lentes de contacto azules o verdes pero al final no se animó, por suerte.
Volviste a mirar al flaco. No sabÃas cómo hacÃa esta gente para estar sentada todo el dÃa en la calle. ¿No se aburrirÃan? A lo mejor tendrÃan alguna técnica para evitarlo. Tal vez imaginar otras vidas. O pensar en la vida de las personas que compraban sus CD. ¿HabrÃa hecho eso contigo y tu esposa en alguna oportunidad? Tal vez esa cortesÃa con que los atendÃa cada vez que aparecÃan frente a su puesto sólo era una actuación, una simulación, una estrategia. Era posible que luego, una vez que pagaban y se iban, el muy degenerado pensara en cómo te la tirabas todas las noches. En lo que a ella le gustaba en la cama. ¿PensarÃa en tu esposa cuando estaba con su mujer? ¿Cómo serÃa ella? Seguro que como la mayor parte de las mujeres pobres: las tetas caÃdas, las caderas rollizas y la boca desdentada. A lo mejor el flaco tendrÃa que recordar las tapas de sus CD piratas para que se le parara: la imaginarÃa con el culo de Shakira, las tetas de Ashlee Simpson y el rostro virginal de Dido. ¿HabrÃa reparado él también en el parecido de tu esposa con Julieta Venegas? Tal vez. Sin embargo, el que lo habÃa hecho sin el menor reparo habÃa sido Morote. Cuando le mostraste la foto de la cantante el otro dÃa te lo dijo: se parece a tu esposa. Eso habÃa sido un error. Mostrarle la foto. ¿Por qué tenÃa que conocer algo que compartÃas sólo con ella? ¿Por qué de pronto te habÃa surgido esa necesidad de contarle a Morote todos los detalles de su vida en común? ¿No podÃas haberte quedado callado y sólo esperar a que simplemente ocurriera? Morote y su acento peruano. Morote y sus pelos parados y esos ojos rasgados de chinito. Cuando le dijiste que se parecÃa a Fujimori se enojó contigo. Eso es un insulto para mÃ, hermano, te dijo, más respeto. Y lo dijo con tanta furia que te asustaste y fue ahÃ, precisamente, en ese galpón frÃo y húmedo que casi das un paso atrás. ¿Qué estabas haciendo? ¿Cometiendo el error más grande de tu vida? En esa oportunidad miraste a Morote con calma. Era pequeño y de tórax estrecho: la clase de persona con la que jamás te juntarÃas en otras circunstancias. Siempre andaba nervioso y expectante: las cosas deben salir bien, te decÃa, hay que tener todo planificado. Calculaba todo con meticulosidad, te explicaba lo pasos que iban a dar ese dÃa (es decir, hoy) dibujando planos, mostrándote cómo iba a ocurrir lo que tenÃa que pasar con cajitas de fósforos y en algunos casos incluso haciendo efectos de sonido con la boca. Morote estaba convencido. Tú, pensabas, sólo buscabas una salida decorosa a todo lo que te estaba pasando. SÃ, una salida fácil, sin complicaciones. Limpia. Sacaste una vez más el reloj. Ya casi era la hora. Lo volviste a guardar. Ahora alguien le compraba un CD al flaco. Era una jovencita con falda a cuadros y camisa blanca de hombre. La elección era obvia, pensaste, RBD. Grupitos de mierda, pensaste, de esos que de acá a diez años nadie recordarÃa por fortuna para la historia de la música. Viste pagar a la chica y marcharse guardando el disco en la mochila. El flaco observaba cómo se alejaba. Pensaste: una imagen más para tus arrechuras nocturnas, flaquito. En eso sonó el celular. Lo tomaste del asiento del copiloto. Viste qué nombre revelaba el identificador: Batuque. No contestaste porque habÃan quedado en que sólo te harÃa timbrar, nada más. Era Morote. Morote que ya estaba en el mirador de la ciudad con la cámara de vÃdeo que le habÃas comprado. Listo para filmar. Él mismo te habÃa pedido que le pusieras ese nombre en la agenda del celular y cuando le preguntaste si era su nombre de guerra él rió divertido. Te dijo que no. Te contó que era el nombre de un perro que aparecÃa en alguna novela de un escritor también peruano a quien en los años ochenta él tendrÃa que haber matado porque estaba en la lista negra de Sendero Luminoso. Te contó cómo le habÃa hecho el seguimiento, cómo sabÃa las cosas aburridas que hacÃa, las novelas que escribÃa, los lugares que frecuentaba. Te contó también con desilución cómo habÃan abortado el plan no sabÃa muy bien por qué y cómo desde ese dÃa tenÃa una fijación con él: algún dÃa mataré a ese maldito, te dijo. No te acordabas del nombre del escritor, pero estabas seguro que era conocido. Al recordar este episodio pensaste en la peligrosidad de Morote. ¿No era Sendero Luminoso un grupo terrorista? Cuando te contó esa parte de su vida, luego, habÃas investigado por Internet. Era un grupo ya acabado, terminado, casi extinguido. ¿Por qué entonces Morote seguÃa creyendo? Nunca quiso decirte y tú te molestaste por eso. ¿No le habÃas contado las razones que te impulsaban a hacer lo que estabas haciendo? ¿No podÃa haber hecho lo mismo? En esa oportunidad Morote te dijo que respetaba las decisones de los otros hombres. Cada quien hace su lucha a su modo, te dijo. ¿Pero cómo lo habÃas conocido? Volvieron hasta ti la noche en que saliste de ese bar borrachÃsimo luego de enterarte de toda la verdad, de esa verdad que te habÃa atormentado desde que la conociste y que estabas seguro te atormentarÃa tan sólo hasta hoy. HabÃas estado bebiendo desde la mañana, primero en lugares más o menos decentes y poco a poco habÃas ido descendiendo de escala hasta llegar a un lugar llamado El sapito en su charco. Era un bar estrecho y mugroso, donde los borrachos tenÃan que beber no en mesas sino sobre tablones adosados a las paredes. Ya de madrugada saliste tambaleándote por una callecita empedrada y con un solo poste como toda iluminación. Y fue entonces cuando lo viste. Morote estaba apoyado contra una pared, sosteniendo una caja que contenÃa corbatas lustrosas y de colores estrafalarios. El peruano te miraba con fijeza. Cuando te vio caer se acercó a ti con calma y te dijo: ¿estás bien? Cuando oÃste su acento peruano creÃste que iba a matarte. ¿No decÃan que la ciudad estaba llena de ladrones peruanos? ¿De bandas de asaltantes? ¿Incluso de secuestradores que eran capaces de torturarte por el PIN de tu tarjeta de débito? Quisiste ponerte de pie y correr pero ya era demasiado tarde: Morote te habÃa alzado como a un costal de papas y lanzado al hombro, cosa inimaginable estando sobrio, pues tú medÃas casi un metro ochenta y Morote apenas llegarÃa al uno sesenta con mucho esfuerzo. Pero lo hizo de alguna manera y tú, a partir de allÃ, sólo recordabas una cama dura y una ventana estrecha y sin cortinas por donde se filtraba la luz amarilla y sucia del alumbrado público.
Entonces el celular volvió a tocar.
El identificador decÃa Batuque una vez más. Eso querÃa decir que Morote ya estaba solo, que no habÃa nadie cerca de él y que empezaba a grabar. HabÃan quedado en que harÃa esa segunda llamada para que lo supieras, tan sólo para que estés tranquilo. Recordaste el miedo que sentiste ese dÃa cuando recobraste la sobriedad y lo viste oteando por la ventana. Te habÃa atado a una desvencijada cama de hojalata (o por lo menos sonaba asà cuando te movÃas) y cuando oyó tu voz giró para decirte que estabas retenido (no secuestrado) sino retenido por las Fuerzas Armadas Peruanas Revolucionarias en el exterior y luego recitó una sigla con orgullo: Fapre. No tengo dinero, le dijiste, y él te dijo: No queremos tu dinero. Y fue entonces cuando te contó el plan o el operativo, como le gustaba llamarlo. Tú escuchaste todo con calma, sin entender algunas cosas: cómo se habÃan enterado a lo que te dedicabas, dónde vivÃas, el seguimiento que te habÃan hecho, los insumos (dijo insumos y no Ãtemes, como acostumbrabas a llamarlos tú) que manejabas en tu trabajo. Te pidió calma. Te dijo que no te harÃan nada si colaborabas. Tampoco a tu esposa. Ella está bien, te dijo, y estarÃa bien en el futuro: eso dependÃa de ti, por supuesto. Sólo querÃan la dinamita, nada más, y también el silencio, se entiende. Entonces explicó el plan. El edificio, el lugar donde deberÃa ocurrir. Enmudeciste: ¿ahÃ?, ¿en ese lugar? ¿Por qué ese edificio?, y entonces le contaste: trabaja allÃ, mi esposa. Morote no contestó, se pasó los dedos por la barbilla: Como marxista-leninista-maoista, pensamiento Gonzalo no deberÃa creer en la mala suerte, te dijo, pero a veces ocurre. Antes la sacas de ahà con alguna excusa y listo. No tenemos problemas con eso. Entoces te pusiste a llorar. No lo viste en ese momento, pero Morote te observó con desprecio. ¿Es que nunca habÃa visto llorar a un hombre? Tal vez era un tipo duro. De esos que no se quiebran ante nada. Pero luego de un tiempo se acercó a ti y ordenó que callaras. ¿No veÃa que se estaba humillando? ¿Por qué la pequeña burguesÃa no tiene dignidad? Cuando callaste le explicaste todo. Le dijiste lo que habÃa ocurrido. Las cosas que no querÃas que pasaran con el tiempo. Le dijiste que no tenÃas el valor suficiente para soportarlo, para enfrentarlo. Que por eso habÃas estado bebiendo desde tan temprano y en esas cantidades. ¿ComprendÃa? Morote escuchó tus palabras sin cortarte, tan sólo parpadeó un par de veces en todo ese tiempo y fue entonces cuando te dijo: demuéstrame que es cierto. Le pediste que sacara la billetera del bolsillo trasero de tus pantalones. Que buscara. Morote analizó cada uno de los papeles hasta que se topó con uno azul. Lo leyó con detenimiento, unas tres veces, moviendo los labios muy quedito cuando pasaba por alguna frase. Luego te miró y te dijo con frialdad: eso no importa. Quisiste ponerte de pie para golpearlo pero estabas demasiado bien atado. ¿Nunca se habÃa enamorado? ¿Nunca le habÃan pasado cosas con una mujer? ¿Nunca habÃa querido a alguien? Morote no dijo nada, tú respirabas agitadamente, hubo un silencio largo y demoledor y no supiste en qué momento se te ocurrió la idea. Entonces se lo dijiste. Él te dijo que las cosas personales no le importaban. BastarÃa con no decirle nada y listo, te dijo, con no avisarle lo que pasarÃa, con sacarla a tiempo con cualquier excusa. Luego te preguntó si ayudarÃas. ¿Qué otra opción tenÃas? ¿No era lo que habÃas pensado hacer desde que te enteraste de la noticia? ¿No eran Morote y su plan sólo un aditamento a lo que ya habÃas decidido? ¿Una pieza final? ¿Y qué con las otras personas que trabajaban con ella? Morote te dijo: en toda guerra siempre hay bajas. Entonces dijiste que sÃ.
Esta vez sonó la alarma del celular.
Sólo faltaba un minuto. Echaste una mirada final al vendedor de CD: seguÃa ahÃ, impertérrito, con la mirada clavada en la nada. Luego pensaste en Morote y en el nerviosismo que seguramente lo estarÃa invadiendo en este momento. Pensaste en tu esposa y en ese parecido a Julieta Venegas. Entonces sacaste el otro celular de la guantera. Lo encendiste. Buscaste el único número que tenÃa grabado en la sección de directorio: Julieta. Encendiste el coche y partiste. Te alejaste. Estacionaste cinco manzanas más allá del edificio donde, en este momento, tu esposa trabajaba y en cuya puerta de ingreso el vendedor de CD imaginaba las escenas morbosas que protagonizaban sus clientes. Mientras el dedo pulgar de tu mano derecha apretaba el botón que decÃa yes del celular pensaste en ese papelito azul que, meses atrás, habÃas hallado debajo del colchón y que tu esposa jamás te mostró. Ese papelito que la condenaba a morir con lentitud y sufrimiento, esas letras en Verdana que decÃan que su muerte estaba próxima: una muerte escandalosa, rodeada de algodones (imaginabas), tubos transparentes, olor a alcohol y sudor, jeriguillas deshechables, nalgas llagadas, estómagos destrozados, cabelleras inexistentes, venas escurridizas.
Recordaste al fin los 500 kilos de dinamita y anfo metidas en las cajas que habÃan sacado junto a Morote dos noches antes de las bodegas que estaban a tu cargo, y que ahora se encontraban en la parte trasera de una Van celeste que el peruano habÃa conseguido vaya uno a saber de dónde y que se hallaba en el estacionamiento subterráneo del edificio. Recodaste, mientras en la pantalla del celular salÃa el texto que decÃa llamando, el intrincado sistema electrónico del cual Morote se sentÃa orgulloso y que estaba conectado a las cajas, y que las harÃa explotar, recordaste también que el ring tong que habÃas programado en el celular (y que estaba en el piso de la Van) era, precisamente, una canción de Julieta Venegas.