Dalia nunca supo que escribà la novela sobre ella. Ese dÃa nos levantamos temprano para ir a caminar. No Ãbamos a ningún lugar especÃfico, sólo a caminar porque asà lo habÃamos hablado la noche de la noche anterior, a las ocho trece frente a la enciclopedia Nauta que tenÃamos en el librero. SÃ, dijimos, sÃ, empezar a caminar en vez de levantarnos tan tarde todos los dÃas. Generalmente ahà hacÃamos las promesas porque el librero tenÃa esa capacidad extraña de volverse altar o muro. La Nauta podÃa ser la ofrenda, por ejemplo.
Yo vivÃa con ella en una calle de la Roma, al lado de un puesto ambulante donde lavaban las frutas con agua sucia, me lo habÃa dicho la señora de la limpieza del edificio; me dijo: no coman esas frutas, si vieran con qué agua las lavan, pero a mà no me importó; tal vez habÃa comido una vez en ese lugar, me daba igual con qué clase de agua las lavaran y de cualquier manera no me gustaban mucho las frutas en ese entonces, ahora tampoco, pero en aquel tiempo me gustaban menos. De todas formas, ese dÃa que bajamos para empezar a caminar, no estaban ni las frutas ni el puesto, y tampoco importó.
Nos fuimos caminando en dirección al Ãngel de Reforma. Yo querÃa caminar sin rumbo, y sabÃa que para Dalia eso no era complicado, pero de todas formas le pregunté adónde querÃa ir, y me dijo que al Ãngel. A mà nunca me ha gustado ese Ãngel terriblemente dorado, y sé que a ella tampoco, pero le dije sÃ, y nos fuimos, caminando despacio, sin hablar mucho, aunque hubo un tiempo en que hablábamos hasta sentir que nos faltaba el aire para terminar las frases, cuando utilizábamos palabras como arreglar nuestras vidas, centrarnos más, dejar el sedentarismo, escribir sobre nosotros, Dalia mi musa, o cuando ella hacÃa gestos graciosos, como meterse la lengua por debajo del labio superior de su boca, rascarse la cabeza y terminar siendo mona, y hablábamos de eso después de reÃrnos, pero la verdad nunca puse mucha atención a todas las promesas, siempre he sabido bien qué cosas esperar de mÃ, pero Dalia no lo sabÃa, nunca quise que supiera porque iba a ser muy difÃcil de entender para ella.
Esa mañana no nos bañamos, era sábado y hacÃa mucho frÃo porque era enero, finales de enero. Por eso nos pusimos la ropa sin bañarnos, además, sólo querÃamos caminar, no podÃa ser tan complicado, pero parece que sÃ, sà lo era. Caminábamos porque no querÃamos vernos a la cara estando sentados, porque ya empezábamos a sentirnos mareados de nuestros ojos, del aire moviéndose, de no decir nada, no levantar las cejas, asÃ, estáticos, como cÃclopes muertos.
El dÃa anterior, Dalia habÃa llegado en la tarde con un cactus en las manos. Esa tarde habló de que debÃamos empezar a mutar, de cómo los cactus habÃan sido plantas normales en otra etapa de sus vidas, pero que decidieron moverse, cambiar para resistir la sequedad extrema, cambiar, en fin, porque eso es lo que se tiene que hacer y los cactus lo sabÃan bien, dijo ella; pero a mà nunca me habÃan gustado los cactus, todavÃa no me gustan porque sólo parecen raros, pero en verdad no lo son, son más bien excéntricos, ya que una planta no es extraña porque tenga púas, ni porque no les guste el agua, eso es algo de lo más ordinario, además al final siempre terminan muriéndose y ésa es su verdadera mutación; pero no le dije nada de eso, le dije que no habÃa problema, que lo harÃamos, que podrÃamos ser cactus, y otra vez me recordó que empezarÃamos a caminar a la mañana siguiente. SÃ, le dije, caminaremos, eso tampoco era un problema.
Yo estaba sin trabajo desde hacÃa casi un año. Estaba, más bien, trabajando en algo que yo llamaba una novela y que habÃa empezado el verano del año anterior, aunque sólo tenÃa escritas frases sueltas, muchas frases que sonaban bien, aliteradas, otras que tenÃan cierta linealidad que las hacÃa maravillosas, pero en realidad no tenÃa nada. Dalia trabajaba en una peluquerÃa y hacÃa arreglos a domicilio secando cabellos, poniendo cabellos, cortándolos, y haciendo las uñas también. Una que otra vez maquillaba novias.
Creo que puedo perfectamente decir que ella era feliz y que le obsesionaba el cambio, que incluso por eso le gustaba trabajar con cabellos, porque es un hecho que siempre cambian; nunca se lo pregunté, pero estoy seguro de que asà era porque yo me la imaginaba a veces como a un bodhisatba meditando frente a montones de millones de cabellos ondulándose y pasando frente a ella, siendo otros cabellos cada vez, como el rÃo, o los cactus, como casi todo, menos yo.
Mientras ella trabajaba en la peluquerÃa yo escribÃa sobre Giselle, sobre los hoyuelos de su cara y sobre aquella foto que le tomé con las manos en el ombligo sentada en el malecón, por Güibia. EscribÃa sobre ella tocando mis manos y besándolas como si fueran benditas, haciéndome señas para que la esperara una hora más a que terminara su dÃa de trabajo en Santo Domingo. Yo escribÃa sobre Giselle pero Giselle era una d, y sÃ, sà me gustaba Kafka, claro, pero también tenÃa miedo de escribir ese nombre, pronunciarlo, Giiissseeellllee, y por eso escribÃa d, como de Dalia, sólo que d no era Dalia y Dalia no lo iba a saber nunca porque no leÃa mis cuadernos.
También, a veces, yo escribÃa sobre Manolo, también en Santo Domingo. Pero Manolo era Marcos y era maestro, se creÃa maestro o sabio, y yo escribÃa sobre su mÃstica mantriana, su manÃa de recrear aquella ocasión en que una mujer misteriosa le habÃa regalado un mantra en Playa Grande. Yo siempre le creÃ, no es difÃcil que en la isla alguien te detenga en cualquier calle y te diga, mira, tú, te regalo una vaina, cualquier cosa, un mantra, por ejemplo, aunque luego te pida dinero, pero que te lo regale como acto principal, entonces yo escribÃa sobre eso, sobre cosas que habÃa leÃdo, sobre mi vida y los personajes que habÃa conocido durante veintitrés años viviendo en Santo Domingo o sobre la espalda de Giselle, sobre todo lo que me tenÃa hastiado, pero escribÃa siempre, y siempre me ponÃa triste, por eso me tomaba diez o doce cervezas con muchas ganas de volverme alcohólico, o me metÃa muchos aceites a ver si podÃa ser yonqui, pero siempre fracasaba por indisciplinado y luego me fumaba un cigarrillo pensando en estar allá con Giselle o en leer al Quijote porque nunca lo habÃa leÃdo.
En ese tiempo soñaba con tener una palabra que fuera sólo mÃa y asà poder escribir un poema, para decir, sÃ, soy poeta, inventé una palabra, todo para creerme poeta, y empezaba a decir en voz alta, Hallcriptón, y veÃa frente a mà un pasillo, un pasillo sólo mÃo, lleno de gas, lleno de esa palabra que era todo el gas de un planeta que era mÃo y que yo habÃa creado a partir de Hallcriptón. Soñaba con que ésa era mi palabra y que de Hallcriptón todo explotaba hacia afuera para que yo escribiera y escribÃa sólo a partir de repetir Hallcriptón, Hallcriptón, como un alemán pidiendo ayuda o algo asÃ.
Dalia me encontraba en la sala apretando las manos como si algo se me escapara, alucinado y triste, bien alargado, y me sacaba de esas desesperaciones diciendo, bien, bien, vas bien, precioso. Yo me sentÃa aliviado creyéndole, porque sabÃa que sólo ella tenÃa razón. Me sentÃa como un Henry Miller esperando, o un Joyce, solo, esperando, me rascaba la cabeza frente al espejo diciéndome, vas a escribir, coño, vas a escribir porque tienes a June, tienes a Nora, tienes Hallcriptón y en verdad asà era. Yo intentaba escribir; yo tenÃa a Dalia, pero nada de eso parecÃa importante porque nunca podÃa escribir sobre ella, nunca podÃa terminar nada, ni podÃa darle a ella a leer mis textos. Nunca, nunca, y muchas veces ella me decÃa que eso no era necesario. Nora nunca leyó a Joyce, decÃa, y luego colaba un café y se sentaba en la sala a tomárselo con una bolsita de kisses, abrÃa uno, otro, otro, otro, y luego se chupaba los dedos diciendo, vas bien, tú sigue, tú escribe, precioso. DecÃa también que cuando fue aquella vez a leerse las cartas, la señora, la fortuneteller, la sacó de la habitación diciendo ¡sáquenla, que tiene las tres cruces! ¡sáquenla de aquÃ! Ella era especial, lo sabÃa y por eso decÃa que asà estaba bien, que lo mejor era que ella no leyera mis cosas. Es mejor para ti, precioso, tú sigue, tú escribe para los dos, y la verdad yo le creà porque ella siempre tenÃa razón. Asà que nunca le di a leer mis frases, ni le conté nunca de esa novela que tenÃa en los ojos, y a la que podÃa exprimir con las manos obsesionado, completamente obsesionado con que allà estaba. Tampoco le dije de Hallcriptón.
Esa mañana cuando llegamos frente al Ãngel, Dalia no decÃa nada. HacÃa dos años que estábamos juntos, que mirábamos las calles buscando imágenes para comentar el perro salchicha es un tanto largo, el hombre que busca en la basura tiene musgos en las manos, el palomito va oliendo, las muchachas, las muchachas siempre sin nalgas de la ciudad, siempre tristes, levantándose las pestañas con cucharas mientras van en los micros, y Dalia se reÃa y era mi June, mi Nora, mi Hallcriptón y siempre me pedÃa cuéntame quién es ella, cuéntame de él, de quién es ese perro tan solo, qué busca. Pero yo no era Lorca, ni querÃa. Yo era un dominicano que simplemente la hacÃa reÃr, y que escribÃa, que querÃa escribir, y le decÃa, no soy Lorca, no soy Lorca, Dalia, mientras ella se hacÃa la sorda y repetÃa tú escribe, tú vas bien, precioso.
Ya en el Ãngel, tomé mi cuaderno un rato para escribir algo, y Dalia me dijo que caminarÃa por ahÃ. Le dije sÃ, y nos besamos, y fue cuando pensé en la vez que casi me caigo de frente, en el malecón de Santo Domingo, por ayudar a Giselle a que orinara. Pensé en Giselle metiéndose las tetas pequeñÃsimas en el hueco de los discos de long play cuando éramos niños. Pensé en Giselle con su cara de esponja, cambiando, volviéndose otra. Pensé en que ahora Giselle ya debÃa tener un hijo o dos, o tres, por lo que miré hacia arriba, hacia el Ãngel, y lo vi como tratando de buscar el equilibrio para no caerse; lo vi tan escuálido, tan bruto, tan patéticamente parecido a mÃ, buscando siempre a Beatrice, viendo los coches pasar, viendo la vida segregarse en una hoja de cuaderno que no dice nada, que no quiere decir nada, buscando siempre a Beatrice y empecé a repetir una frase como iniciándome en un rito raro, lentamente y sin apretar mucho los ojos, como Manolo cuando decÃa su mantra; y repetÃ, repetà en voz baja: ese dÃa nos sentamos frente al Ãngel, ella y yo, ese dÃa nos sentamos frente al Ãngel, ella y yo, ese dÃa … ese dÃa… frente al Ãngel… D y yo, y sentà que Dalia jamás sabrÃa que ese dÃa nos sentamos frente al Ãngel, ella y yo, que mis ojos iban a explotar finalmente, que llenarÃa la avenida de pececitos, de muchos pececitos grises tatuados con esa d de Dalia, de duda, de dios, de deseo, de mucho deseo de irme para que todo cambiara.
Luego Dalia se fue. La recuerdo como monje arreglando sus maletas; abandonando pacÃficamente el departamento en la calle de la Roma, a las cuatro doce de la tarde. Se llevó la enciclopedia Nauta y el cactus.
La verdad es que ninguno de los dos nos reprochamos nada pero ella se veÃa muy triste. Por eso la acompañé abajo para despedirnos y me quedé viéndola irse en un taxi después de comprarle una manzana a la señora de las frutas. Yo ya tenÃa mi Beatrice, mi Hallcriptón y pensaba en ella todo el dÃa, y escribÃa hasta que se me paralizaban los dedos.