No la reconocà de inmediato. Caminó por el pasillo arrastrando los pies, pidiendo permiso con la misma falta de convicción con que un mendigo pide limosna, sin siquiera molestarse en levantar la cabeza. El pelo le caÃa como una lluvia fina sobre la cara y los otros pasajeros ya comenzaban a impacientarse y a cerrarle el paso. Permiso, señora, volvió a decir, permiso. Su voz me llegó desde un lugar muy lejano. Fue eso, al principio, sólo la voz que traÃa el recuerdo; luego ella levantó los ojos hacia mà y fue como si toda una vida pudiera condensarse en el instante que duró la mirada.
El tiempo se le habÃa instalado en la cara. La boca era un moño apretado, escandalosamente rojo, que parecÃa cerrar el paquete maltrecho de su cuerpo.
-Apuesto a que no me habÃas reconocido -dijo la voz.
-Claro que sà -mentÃ-, estás igual que siempre.
El moño se desató con cierto esfuerzo, tirando de las comisuras hasta abrirse en una sonrisa de dientes amarillos.
-Total, qué son veinte años, ¿no? -aquel esbozo de risa arrastró los recuerdos de infancia como una ola arrastra los desperdicios hacia la orilla. El niño que la habÃa espiado mientras ella aprisionaba mariposas e insectos dentro de una bolsa de nylon, soltando risitas casi malignas, de gusto, y aquella mañana de invierno en que habÃan encontrado el cuerpo de SofÃa en la orilla del canal, junto a la esclusa. SofÃa estaba muerta, y entre el caos de corridas y gritos, nosotros habÃamos podido escabullirnos y llegar hasta el paso desde donde se veÃa el desnivel de la esclusa. “SÃ, sentà ganas de decir, fue eso, fue el hecho de que la esclusa siguiera en movimiento, que nadie la hubiera parado.” A nadie se le habÃa ocurrido detenerla, y el agua habÃa seguido cayendo y revolcando el cuerpo de SofÃa hasta la llegada de la policÃa una hora después. Espectáculo inolvidable y aterrador; el cuerpo iba y venÃa, como una pelota inflable en el agua verde y estancada del canal.
El ómnibus estaba lleno y la multitud se seguÃa apretujando para hacer lugar a los que subÃan. Pasen, hagan un esfuerzo, colaboren, gritaba el guarda. Ella habÃa quedado medio atravesada en el pasillo, formando una tercera fila y sin poder acomodar el cuerpo en ningún lugar. Dos mujeres, que habÃan tenido que inclinarse hacia delante para hacerle espacio, la miraban con recelo, lanzando soplidos de fastidio y mirándose entre sà con gesto de solidaridad. Ella, en cambio, no parecÃa notar que su cuerpo habÃa adquirido una posición casi imposible, con un pie trancado entre las piernas de los otros, un brazo desmedidamente flaco estirado hacia arriba, todo dispuesto en un breve equilibrio.
-Ahora hago sombreros -dijo-. No sé cómo pasó, pero hago sombreros.
-¿Ah, sÃ? Qué vueltas da la vida -reÃ-. ¿Asà que hacés sombreros?
Faltaban apenas dos paradas para bajarme, pero preferà no decir nada al respecto. SabÃa que eso serÃa todo, que ya nunca volverÃa a verla, y que mejor asÃ.