El avión que me llevaba a ParÃs hizo escala en Nueva York. En esas doce horas recorrà desganadamente el aeropuerto, hojeé unos libros en una pequeña librerÃa, fui dos veces al baño, comà en una cafeterÃa de nombre europeo y al final me senté a escuchar música en mi walkman en la sala de espera. (El walkman: una puerta al autismo pero también un decorado portátil para transformar emociones.) Como a la medianoche nos llamaron por los altoparlantes. Me acoplé en la fila de registro y luego en la de embarque sin prestar mucha atención a lo que pasaba a mi alrededor, como si todo eso fuera un borroso paréntesis a lo único que realmente me importaba: llegar a ParÃs.
Por suerte me dieron otra vez el asiento de la ventanilla. El de al lado estaba vacÃo. En el extremo se habÃa acomodado un ancianito de boina escocesa y aspecto italiano que apenas me vio levantó la cabeza con aire somnoliento. Mientras daban las indicaciones para el despegue, coloqué en el walkman La hija de la lágrima.
Estábamos en pleno ascenso cuando, de pronto, y ante el asombro de las aeromozas, se apareció una chica que alborotadamente se disponÃa a ocupar el asiento vacÃo. No le tomé importancia, pero al poco rato sentà que alguien me miraba. Volteé y vi que la chica, sonriente, me decÃa algo.
– ¿Qué escuchas? –oà que me preguntaba en francés no bien bajé el volumen del walkman.
– Charly GarcÃa –contesté algo desconcertado.
Hizo una mueca de extrañeza y repitió el nombre inquisitivamente, abriendo con gran curiosidad sus enormes ojos castaños bordeados de largas pestañas. TenÃa una voz rarÃsima, vagamente ronca, y pronunciaba las palabras con una crepitación de hojas quebradas.
–Es argentino –traté de ubicarla–. Un loco maravilloso. Se puso un vestido de mujer para grabar algunas canciones de este disco.
Me pidió que por favor la dejara escuchar. Le pasé los audÃfonos. Mientras se los ponÃa pude observarla mejor e ir acostumbrándome a su presencia. Llevaba una chompa granate de lana, jeans azules y zapatos negros de charol. TenÃa la nariz ligeramente larga y el brillante pelo negro lacio, con un corte tÃpico de los sesenta: a la altura del cuello y con las suaves puntas curvas rozándoles las mejillas. Era menuda de contextura, pero algo me decÃa que no era una adolescente y que, sin embargo, procuraba aparentar menos edad.
– Me gusta mucho –sonrió al terminar la canción–. ¿Tú también eres argentino?
– No. Soy peruano.
– ¡Le Pérou!, ¡Ce n´est pas le Pérou! –exclamó con esa conocida frase con que algunos franceses aún asocian al Perú con la idea de prosperidad–. ¿Has ido antes a ParÃs?
No querÃa extenderme en los avatares de mi pequeña hazaña personal, pero era una buena oportunidad para practicar mi francés. Le conté algo. Lo suficiente como para calmar su interés.
– No hay nada en el mundo como ParÃs ni como los parisinos –sonrió, revelándome con sutil coqueterÃa su ciudad de procedencia–. ¿Dónde te vas a hospedar?
– No sé; en un hotel barato, supongo.
– Mi abuela tiene una hosterÃa en las afueras; el lugar está lleno de ancianas, pero es cómodo y más barato que un hotel. ¿Por qué no te hospedas allÃ?
– Puede ser –le agradecÃ.
Después de eso se quedó un instante pensativa, como si hubiera hecho algo mal.
– Soy una desconsiderada –se autorrecriminó y luego me ofreció su pequeña mano de largos y delicados dedos–. Me llamo Claudine.
Cogà su mano diciéndole que yo también era un distraÃdo y le di mi nombre.
A lo largo de las nueve horas que duró el vuelo me entretuve conversando con Claudine. Me habló con gran locuacidad de sà misma. Era, quién iba a imaginarlo, profesora de manualidades. VivÃa sola y dictaba clases en una escuela primaria, aunque pasaba muchas horas ayudando en la hosterÃa de su abuela, quien la habÃa criado desde que sus padres fallecieron en un accidente aéreo. HabÃa viajado unos dÃas a Nueva York a tramitar una beca en un college.
– ¿Y cómo has hecho para que dejen viajar sola a una menor de edad? –bromeé.
– Aunque no lo parezca, tengo veinticinco años –dijo haciendo un gesto serio de persona mayor.
Cuando por fin llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle, Claudine tomó mis papeles y me ayudó a pasar por los largos y complicados trámites de desembarco. Yo la miraba hacer agradecido, con la emoción que no me cabÃa en el cuerpo por la alegrÃa de estar pisando ParÃs.
– Ya está –suspiró después de casi dos horas–. Ahora solo falta que decidas dónde hospedarte.
La decisión era más que obvia: se me ofrecÃa un hospedaje barato y una compañÃa agradable. De manera que tomamos un taxi a la salida del aeropuerto. Era un dÃa medianamente claro, con nubes plomizas en el cielo y una leve llovizna que acariciaba la cara con sus finas manecitas de agua.
En el camino a la hosterÃa de su abuela, Claudine no paraba de hablar y me iba señalando las calles y los edificios mientras mis ojos maravillados los reconocÃan en un éxtasis silencioso.
– Apenas dejes tus cosas, salimos a recorrer ParÃs –me prometÃa Claudine, visiblemente emocionada con mi propia emoción.
La hosterÃa quedaba en un sector apacible de la ciudad. Era un viejo caserón verdirrosa, de grises ventanas afantasmadas y acabados de otro tiempo, que ocupaba casi toda una esquina. Las escalinatas de mármol, el portón con aldabas y el vestÃbulo de oscuras maderas contraplacadas eran verdaderas delicias de museo. Cuando llegamos a la sala nos topamos con un espectáculo enternecedor: seis o siete ancianas primorosamente arropadas con chompas y gorritos de lana miraban la televisión o leÃan el periódico. Algunas nos saludaron con gesto familiar. “Todas son mis tÃas abuelas”, me explicó Claudine divertida. “Son adorables, ¿no?” “Además”, agregó con picardÃa, “varias están solteras”. Le pedà que me indicara dónde estaba el baño. Cuando volvÃ, la vi conversando con una señora mayor de ojos brumosos y aspecto grueso, aunque muy bien conservada y de menos edad que las inquilinas. Alcancé a oÃr que le recriminaba a Claudine que hubiera traÃdo a un desconocido. Al verme se quedaron calladas, aunque eso no le impidió a la señora echarme una larga mirada de evaluación que me hizo sentir incómodo. “Este es el chico peruano del que te hablaba, abuela”, me presentó Claudine. Levanté la mano y palpé una flácida carnosidad, como una osatura blandengue recubierta de piel transparente y pecosa. La abuela esbozó una sonrisa diplomática. “No hay habitaciones disponibles por ahora”, se excusó. “Lo único que puedo ofrecerle es la buhardilla”. Yo no tenÃa ningún inconveniente, siempre habÃa soñado con una buhardilla parisina, pero solicité que me la mostrara por si acaso. Claudine y yo subimos las escaleras de tablones crujientes siguiendo a la abuela, quien de paso me iba informando de algunas normas internas de la hosterÃa. “No te vayas a asustar”, me susurraba al oÃdo Claudine colgándose de mi brazo. “Parece seria pero en unos dÃas la vas a adorar, ya vas a ver”. La buhardilla era un acogedor cuartito techero adonde se llegaba también por una escalera en espiral independiente de la casa. TenÃa una cama de plaza y media, un armario pequeño y un escritorio de madera con su silla. El amplio ventanal contaba, además, con una vista panorámica de la ciudad. “¡Es perfecto!”, exclamé encantado. La abuela, a quien desde ese momento empecé a llamar madame Leonor, como lo hacÃan todos en la hosterÃa, me entregó la llave, me deseó con una frase hecha una agradable estadÃa y me dijo que arreglarÃamos lo del pago a la mañana siguiente, cuando ya me hubiese instalado.
Al atardecer, después de desempacar mis maletas y darme un baño rápido, Claudine fue a buscarme a mi cuartito para salir a recorrer la ciudad. TenÃa el cabello amarrado en una cola de caballo, y vestÃa zapatillas deportivas, pantalón de buzo blanco y un polo verde ceñido al cuerpo que resaltaba sus pechos breves pero estupendamente formados. Yo estaba un poco cansado, pero me morÃa de ganas de dar mi primera vuelta por ParÃs. Bajamos y Claudine me hizo entrar a una despensa polvosa donde, entre otros cachivaches, habÃa alineadas unas viejas bicicletas de aros grandes. “Escoge una”, dijo Claudine. “No creo que sea una buena idea”, me opuse asustado. “Hace siglos que no manejo”. “Total, ¿en qué quedamos?”, me preguntó con mirada retadora. “¿No decÃas que no querÃas ser un turista de agencia?” Desarmado, empujé una bicicleta hasta la entrada de la casa. Un sol tenue doraba las calles, y el cielo sin nubes era de un azul intenso. Ese no era el clima que yo habÃa ambicionado durante tanto tiempo, pero me sentÃa bien asÃ. Claudine se montó en una bicicleta roja con canasta delantera y echó a andar sin avisarme. Yo me trepé a la mÃa como pude, tocando a cada rato la pista con los pies, temeroso de perder el equilibrio. Claudine desapareció de mi vista, pero a los pocos segundos surgió por detrás, arengándome entre risas a seguirla. Demoré un poco en coger el ritmo adecuado hasta que empecé a soltarme. Casi me deslizaba por el enredijo de calles empinadas, aceptando el viento fresco contra la cara, dejándome llevar por el flujo blando de los pedales. De pronto estuve tan seguro que decidà ponerme los audÃfonos del walkman en plena marcha: sonaba En la ruta del tentempié. Entonces fue el éxtasis y la pendiente, el aire fragoroso que traspasaba el cuerpo humedecido, el sol en lo alto, la maravillosa música de Charly, las arboledas extendiéndose en setos bajos, la preciosa, impagable gestualidad sin voz de una Claudine que me indicaba emocionadÃsima un resplandor dorado sobre una caÃda de agua o sobre las hondonadas en tinieblas de los torreones medievales que se alzaban en la espesura del bosque silencioso.
Avanzamos hasta el fondo de un sendero cubierto de hojas secas, al lado de un estanque sin flores. Claudine se bajó de la bicicleta y corrió hasta unos árboles enormes rebosantes de luz. Luego se detuvo y empezó a girar con los brazos extendidos.
– ¿Sientes? –me preguntó cerrando los ojos.
– ¿Qué cosa?
– ¿No sientes algo distinto en el aire?
– ¿Algo como qué?
– Como una energÃa.
– No entiendo de qué me hablas, Claudine.
Dejó de girar y se sentó sobre la alfombra de hojas rÃgidas, en posición de flor de loto. Me contó con un tono medio misterioso la historia del castillo cuyo imafronte gris tapaban las copas altÃsimas de los árboles: una pareja de jóvenes reyes felices, una revuelta en palacio, la doble puñalada traicionera, la conmovida inscripción de las tumbas contiguas en el foso subterráneo. Su extraña voz, ronca y resonante, le imprimÃa a lo que decÃa un aura encantada de cuento de hadas.
– Por aquà paseaban los reyes –suspiró cortando el aire sin viento con las manos, como si tocara formas invisibles–. ¿No sientes su presencia?
– Estás loca. Aquà no hay nadie más.
– Puedo estar loca. Pero te aseguro que no estamos solos.
La seguridad casi mÃstica con que hablaba me hizo reÃr. Claudine rió también.
– ¡RÃete, rÃete nomás que ahà están a tu lado!
Regresamos a la hosterÃa con las primeras sombras. Claudine se fue luego a su departamento, no sin antes proponerme un dÃa de excursión por la Périphérique. Esa noche llovió y yo dormà al compás del agua que corrÃa tremante por el cristal de mi ventana. Tres golpecitos contra la puerta me despertaron a la mañana siguiente. Era Claudine que me invitaba, con una gran sonrisa, a desayunar. Desayunamos café y crossaints con queso en una mesa larga, en compañÃa de las ancianitas que se enfrascaron en una divertida discusión sobre las propiedades medicinales del vino.
Mi conversación pendiente con madame Leonor sobre el pago del alquiler fue breve y de una cortesÃa casi comercial. Además, el precio fijado resultó mucho más barato de lo que me imaginaba. No bien firmé una especie de contrato, Claudine y yo nos fuimos a tomar el tren con rumbo al Sur. Nos bajamos en el pueblo de Chantilly y conseguimos colarnos con un grupo de turistas a la visita guiada por el castillo de Luis Enrique de Borbón. Era una inmensa construcción de muros grises, tejados de pizarra azul y una hermosa capilla gótica. Desde los ventanales se divisaba un antiguo bosque de hayas y robles polvorientos. Claudine, por lo visto, tenÃa una fascinación inusitada por los castillos medievales, aunque los comentarios de la guÃa la aburrÃan sin remedio.
– Esta tipa nos trata como niñitos de kinder –se quejó.
– La pobre hace lo que puede.
– Mejor quedémonos por acá.
Claudine me jaló del brazo hacia un estrecho corredor que desembocaba en un portón de madera. Entramos a un cuartito en penumbras. Las paredes de piedra almenada tenÃan la consistencia de un foso. Claudine empujó el portón y cerró la llave de metal chirriante. Casi no la veÃa.
Iba a decirle que lo que estaba haciendo era una locura, pero me tapó los labios con la mano.
– Cállate –musitó con la respiración agitada–. No vayas a romper la magia.
Entonces me arrinconó a una pared. Sentà su boca húmeda, sus pechos de duros pezones apretándose a mi cuerpo. Repasé suave, ansiosamente su delicada grupa alzada. El breve pero tenso cuerpo de Claudine respondÃa a mis caricias con una intensidad quemante, una furia de ondina desatada.
Palpé su precioso cuerpo esa tarde. Pero no fue sino hasta esa noche, en mi buhardilla, cuando terminamos de recorrer la Périphérique, que pude verla desnuda y hacerla mÃa.
Claudine se habÃa quitado la ropa con una gracia distraÃda y estaba parada frente a mÃ. Su pálida piel, la punta rosada de sus senos, el vello sedoso y negro, todo resplandecÃa en la penumbra tamizada por los visillos vagamente corridos. Yo la contemplaba con ternura, echado sobre la cama.
– Es raro –dijo, acomodándose un mechón de cabello que le caÃa sobre la cara.
– ¿Qué es raro? –pregunté como para darle gusto, ya algo acostumbrado a sus diálogos oblicuos.
– Es como si nos hubiéramos conocido antes; en otra vida, quizás.
– No sé a qué te refieres exactamente, Claudine, pero estoy seguro de que ParÃs no hubiera sido lo mismo sin ti.
Se quedó un instante en silencio y me miró a los ojos para ver si era sincero.
– Totalmente de acuerdo –sonrió orgullosa antes de acostarse a mi lado.
Esas singulares salidas y conversaciones con Claudine me dieron la idea de escribir un cuento: la historia de una muchacha aficionada a los inventos que construye un aparato para capturar seres invisibles. Ese serÃa el primero de una serie de relatos ambientados en ParÃs y contados por diversos narradores, aunque en el fondo se tratarÃan de alter egos o reelaboraciones simbólicas de aquella voz que abrirÃa y finalizarÃa la serie. El proyecto del libro me rondaba la cabeza desde algunos meses atrás. Pero no habÃa por qué apresurarse: la realidad de ParÃs se prometÃa plena de situaciones estimulantes y yo debÃa tomarme un tiempo prudencial para poder aquilatar las nuevas experiencias.
Estuve toda la mañana del sábado revisando periódicos y revistas que recogà de la mesa de la sala, después del desayuno. Claudine no pasarÃa por la hosterÃa sino hasta la noche: tenÃa que preparar un material para sus clases. Encontré un aviso de Le Nouvel Observateur en el que solicitaban un corrector de textos que, además del francés, dominara el castellano. Yo cumplÃa con ciertos requisitos: conocÃa el oficio y habÃa ganado alguna vez un concurso de ortografÃa en francés. Pero me imaginé que se presentarÃan numerosos postulantes muchÃsimo más calificados, y sobre todo de nacionalidad francesa. De todas formas, como para dar una vuelta por el centro, me presenté por la tarde con mis papeles. IncreÃblemente, solo habÃa dos postulantes más: una profesora de primaria cesante y un administrador de empresas sin empleo que, veinte años atrás, habÃa trabajado en un periódico. De manera que el entrevistador, el jefe de la sección de corrección, monsieur Lenast, nos hizo pasar a los tres a su oficina. Era un viejo alto y elegante, muy cortés, de porte y bigotes quijotescos, con una vocecita atiplada que se entrecortaba por los continuos carraspeos, aunque con una estupenda sintaxis oral. Rodeado de todos esos estantes repletos de libros, parecÃa un antiguo maestro universitario, imagen que yo admiraba pero a la que secretamente temÃa algún dÃa encarnar. Nos explicó que el diario planeaba lanzar una serie de fascÃculos sobre escritores latinoamericanos de este siglo, y que por esa razón se necesitaba el manejo de ambos idiomas. Luego revisó nuestros currÃculos y nos hizo un par de preguntas generales; mi condición de extranjero no parecÃa llamarle la atención. “Aquà lo que importa es la calidad de su trabajo”, concluyó entregándonos a cada uno un lapicero rojo y un par de páginas de prueba. “Tienen veinte minutos para corregir esto”. El examen no me pareció tan complicado, pero mi manÃa perfeccionista y mi afán por quedar bien me provocaron un fuerte dolor de cabeza. Como de costumbre, se nos dijo que se llamarÃa al que fuese elegido. Para relajarme un poco decidà dar un paseo por los muelles del Sena y tomarme un café en el Flore antes de ver a Claudine.
Al regresar a la hosterÃa, oà una música como de violÃn bajando desde mi altillo. Metà la llave a la cerradura y entorné la puerta con cuidado. Claudine estaba sentada en la silla, cerrados los ojos, las piernas abiertas, tocando concentradÃsima un chelo. Era una presencia iridiscente cuyos destellos se transparentaban en la penumbra azul. No pude reconocer qué melodÃa era, pero fluÃa en el aire con la serena cadencia del agua suelta. Claudine abrió los ojos sorprendida y le hice una señal con la mano como para que continuara. Yo me senté en un rincón, maravillado de escucharla y de verla asÃ, replegada y extática, nimbada por ese virtuosismo prodigioso que producÃan sus manos. Cuando terminó de tocar me paré y me acerqué a besarla, pero ella me volvió la cara, guardó el chelo en el estuche y se fue sin despedirse, sin decirme una sola palabra, arrastrando su instrumento como si fuera un pesado fardo.
No traté de seguirla: al imprevisible concierto podÃa suceder la imprevisible huida de una imprevisible Claudine. Pero lo que sà me extrañó fue que, a la diez de la noche, cuando yo ya estaba a punto de dormir, una de las ancianitas tocara la puerta de mi cuarto para darme un recado telefónico de Claudine: se disculpaba por no haber podido asistir a nuestra cita de esa noche.
Al otro dÃa Claudine me despertó tempranÃsimo. TenÃa un nuevo plan de excursiones. Le recordé los hechos de la noche anterior y le pregunté si podÃa explicarme su conducta.
– ¡Ah, sÃ! –dijo con total naturalidad– . Esa no soy yo.
– ¿Quién es entonces? ¿Tu doble?
– No. Yo dirÃa que era más bien mi fantasma. Toda esta casa está llena de fantasmas, ¿no lo sabÃas?
– O sea que estando viva puedes tener un fantasma.
– Es que no es como todos piensan –pestañeó levemente–: los fantasmas pueden tomar la forma que quieran. Quizá sea un duende disfrazado de mÃ.
– Eso quiere decir que tú no tocas el chelo.
– Ni el chelo ni nada –se excusó con pena–. Puedo sentir la música y bailarla, pero soy incapaz de tocar dos notas seguidas.
Sonreà divertido. El candor, la fresca imaginación de Claudine me enternecÃan. ParecÃa ser la solitaria protagonista de un cuento de hadas. Una versión personal de Alicia en el PaÃs de las Maravillas. Decidà seguirle la corriente.
– ¿Y ahora con quién voy a salir? ¿Con la verdadera o con la fantasma? –pregunté, falsamente confundido.
– Con la verdadera, por supuesto. Y ni se te vaya a ocurrir coquetear con la fantasma.
Fuimos al bosque de Compiégne. Nos internamos en un caminito de sombras ramificadas y manchas de flores azules. Recorrimos el pueblo ruinoso y almorzamos en una tasca tradicional, atendidos por unas robustas y simpáticas campesinas que servÃan la comida en añosos mesones de madera. Por la tarde visitamos el castillo de Pierrefonns, una fortaleza castrense en cuyo torreón principal habÃa permanecido en cautiverio una princesa albina por tener amorÃos con un músico plebeyo. Claudine insistió en que nos separásemos de los demás visitantes y subiéramos a la torre. Yo habÃa visto el cielo ennegrecido y temÃa que al desatarse una lluvia torrencial se suspendiera la visita y nos quedásemos encerrados, pero Claudine me llevó casi a rastras. Hicimos el amor sobre una cama de pajas parduscas, oyendo el fragor del viento gris danzando entre las copas de los árboles. Una rama de más de medio metro pasó silbando por la ventana de estucos como un espectro desesperado y terroso. Pero solo cuando volvimos a juntarnos con el grupo de turistas, empezó a llover. Bajo los pliegues de esa agua rugiente y humeante, disfruté de cómo la cabellera negra y las espesas pestañas de Claudine iban adquiriendo un tenue fulgor sedoso mientras corrÃamos por una cuesta empinada y luego por un sendero de grava súbitamente enlodados. Llovió con tanto ruido e intensidad que el furor del agua nos acompañó hasta que llegamos a la hosterÃa, ya muy entrada la noche.
La mañana del lunes fue árida y aburrida sin Claudine. Pero a la hora del almuerzo recibà una llamada de Le Nouvel Observateur: aunque me costara creerlo, me habÃan escogido para el puesto. Demoré lo menos posible en presentarme a la oficina del jefe de correctores. Monsieur Lenast me recibió con inexpresiva seriedad, pero me alcanzó unas palabras de bienvenida. TrabajarÃamos tres personas, según me hizo saber: él, un tal Pierre y yo. El horario serÃa de madrugada, pues las oficinas estaban ocupadas todo el dÃa en la edición del diario. “Mañana mismo empiezas”, me advirtió. Después de llevarme con el contador para registrar mi ingreso, me mostró las instalaciones del periódico; solo al final del recorrido vi mi oficina, un cuartito tenebroso que habÃa servido no hacÃa mucho de despensa. “Aquà tienes lo básico”, carraspeó monsieur Lenast señalándome un par de escritorios apolillados sobre los que descansaban diccionarios y enciclopedias. “Si necesitas otros libros, no dudes en subir a pedÃrmelos, muchacho”.
Me quedé el resto de la tarde dando vueltas por las calles del centro, feliz y ansioso de ver a Claudine para contarle la buena noticia. Cuando regresé a la hosterÃa me alegró volver a escuchar la música del chelo. Me quité los zapatos y entré de puntillas al altillo. Claudine planeaba por la neblina azul de lejanos cielos concéntricos, con los ojos cerrados y el lacio cabello suelto contra la cara. Me paré a su lado y posé con suavidad mi mano izquierda sobre su pequeño rostro. Esta vez Claudine continuó tocando sin inmutarse y yo sentà su aliento tibio en la palma de mi mano, las órbitas de sus ojos girando serenamente bajo las yemas de mis dedos trémulos. Descendà con lentitud hasta tocar sus labios húmedos. “Yo no te conozco”, musitó. “Yo tampoco te conozco”, respondà siguiendo su juego. Luego coloqué mis dedos en el pliegue cálido de la comisura de su boca y ella empezó a abrir levemente los labios, a besar mis yemas, a morder con delicadeza la recortada superficie de mis uñas. Yo me volvÃ, bajé mi rostro hasta su altura y reemplacé mis dedos por mi boca. Claudine percibió el cambio, se crispó, entreabrió los ojos, pero al instante los volvió a cerrar y correspondió a mi beso. Fue un beso breve pero intenso, de sensaciones mutuamente inéditas, como si por primera vez hubiera besado a Claudine, o como si esta fuera otra Claudine, menos impulsiva aunque más entregada. En el momento en que nuestros labios se separaron, Claudine dejó de tocar y abrió sus grandes ojos para mirarme desde un punto ciego donde habitaban la confusión y la ternura. “Creo que me estoy enamorando de ti”, atiné a decirle. Entonces volvà a besarla, acaricié su delgada nuca, hundà mis dedos entre sus cabellos revueltos y la llevé cargada hasta la cama.
Al despertarme varias horas después, Claudine ya se habÃa ido. Un fulgor centelleante de sol se metÃa por la ventana e iluminaba el descorrido acolchado azul que habÃa cobijado su cuerpo. Bajé a tomar desayuno con las ancianitas. Madame Leonor presidÃa la mesa y, como siempre, como en cada una de las oportunidades en que habrÃamos de cruzarnos las miradas, me atendió secamente para después ignorarme. De regreso a mi cuarto, encontré de nuevo a Claudine recostada sobre la cama recién tendida. Se habÃa cambiado de ropa, pero se veÃa preocupada.
– Lo siento –se disculpó al verme–. Anoche no pude venir porque me quedé hasta muy tarde arreglando unos papeles para la embajada.
– Ni me di cuenta –sonreà con buen humor–. La pasé de maravillas con el cuerpo de tu fantasma o de tu doble o lo que fuera.
Creo que no le gustó mi comentario porque frunció el ceño y permaneció en silencio, pensativa. En todo caso, la imprevisible Claudine me proponÃa jugar y luego, sin ninguna transición, se arrepentÃa. Cambié de tema. Le conté lo de mi trabajo en el periódico.
Claudine brincó de alegrÃa y saltó a mi cuello para felicitarme.
– ¡Por qué no me lo contaste antes!– exclamó besándome en la boca– ¡Es una noticia maravillosa! ¡Tenemos que celebrarlo–
Fuimos después del almuerzo a tomar unos vinos a la Closerie des Lilas, un bar del boulevard Montparnasse, famoso porque ahà Hemingway escribió Fiesta. Yo tomé unas cuantas copas, pero Claudine se entusiasmó tanto y acabó tan borracha, riéndose y tropezándose con cualquier cosa, que tuve que llevarla en un taxi hasta su departamento (vivÃa en un pisito de la rue du Bac, al final de un pasaje semioculto por fragantes abetos en flor). Al acostarla en su cama volvió a felicitarme y me comentó con voz chispeante y sonrisa adormilada que tenÃa muy buenas referencias de monsieur Lenast, pues era un antiguo conocido de su familia.
Estuve en la oficinita del periódico media hora antes de lo indicado. Al poco rato llegó mi compañero. Pierre era un gordito de gruesos anteojos, con una locuacidad desenfrenada y una risa y unos movimientos nerviosos que le daban un aire caricatural y divertido. No debÃa de tener más de veinte años. Estudiaba Literatura en La Sorbona, y trabajaba desde hacÃa poco en el diario. Apenas le informé que era peruano, empezó a hablarme de los escritores latinoamericanos que conocÃa. Era un amante impenitente del barroco castellano, afición que se notaba por la multitud de libros que me citaba y, sobre todo, por la demorada excitación con que insertaba algunos arcaÃsmos españoles en su difÃcil francés. Hubiera seguido hablando sin parar si no se presentaba en ese momento nuestro jefe a entregarnos el trabajo para ese dÃa. Una vez que nos dio las pruebas de imprenta, monsieur Lenast me invitó a salir de la oficina para decirme algo en el corredor. “Pierre es un muchacho responsable y muy culto”, me explicó como si me contara un secreto. “Pero a veces recarga la sintaxis y los adjetivos, asà que tú vas a hacer una segunda corrección sobre lo que él ya ha corregido”. Las cuartillas que me tocaron formaban el capÃtulo correspondiente a Vargas Llosa. Yo habÃa dirigido en Lima un taller sobre mi compatriota y admiraba su obra, pero Pierre, movido quizá por una pasión desmedida, no solo habÃa cargado las tintas sino que habÃa agregado oraciones laudatorias de su propia cosecha. Por ejemplo, donde decÃa “notable construcción narrativa” habÃa puesto “arquitecto de palacetes principescos en el informe adobe de la palabra”. En eliminar algunos epÃtetos y aligerar el fraseo de Pierre se me fueron las seis horas.
Llegué a la hosterÃa rendido. Desde la ventana del comedor vi a las viejitas jugando con bullicioso entusiasmo una partida de bridge. No habÃa dormido más de unas cuatro horas cuando sentà entrar a Claudine. Cerró la puerta y se quedó parada en el vano, mirándome con un halo de dulce extrañeza. La invité a acostarse conmigo. Tuve que insistir varias veces para que se acercara a la cama. Era otra vez la Claudine tÃmida y silenciosa, esa Claudine que no tomaba la iniciativa sino que me obligaba a seducirla y atraerla. Besé sus delgados dedos evasivos, el vello mullido de su brazo. Asà fui venciendo su momentánea timidez, hasta que se dejó envolver en mi abrazo.
Confieso que en el transcurso de ese primer mes en ParÃs no me fue difÃcil irme adaptando a esos insólitos cambios de actitud. Todo estaba en saberlos reconocer en su debido momento. Si Claudine subÃa a mi altillo locuaz y extrovertida, aceptaba gustoso sus invitaciones a recorrer los extramuros de la ciudad, disfrutaba su obsesión por los bosques y los castillos medievales, atendÃa con unción sus historias de fantasmas y los caprichos de su exacerbado erotismo infantil. Si en cambio venÃa callada e intimidada, me ahorraba yo también las palabras y las salidas, la seducÃa con la pura gestualidad y el leve lenguaje de las miradas, mientras ella me prodigaba su ternura silenciosa y sus estremecidas interpretaciones de chelo. Esa era una Claudine tal vez doblemente enloquecida, aunque sin duda enteramente mÃa.
Entretanto, cada vez me asentaba más en mi trabajo en el diario. Pierre me hacÃa sufrir con sus añadidos y su barroquismo intelectual, pero me divertÃa el apasionamiento febril con que corregÃa y me gustaba conversar con él sobre literatura. TenÃa una actitud casi teatral: hablaba (monologaba, más bien) gesticulando, moviendo las manos, riéndose estruendosamente, y se ponÃa a dar brincos en los momentos de mayor excitación. Aparte de cierto parecido fÃsico, habÃa algo en él que me recordaba al adolescente entusiasta y desenfrenado que habÃa sido yo. Además, tales eran su versación y la voracidad de sus lecturas, que sin darse cuenta me contagiaba su emoción y me ensanchaba el horizonte de libros y autores por leer. Con frecuencia continuábamos nuestras charlas en las mesitas de mármol del Deux Magots, fumando y tomando café, y solo regresábamos a nuestros respectivos cuartitos cuando los nubarrones desaparecÃan y las vetas violetas y moradas del cielo viraban a un blanco luminoso. A veces, si terminábamos temprano, nos Ãbamos con monsieur Lenast a un sótano de la rue Lanion a escuchar a una cantante argelina que imitaba maravillosamente el estilo y la voz de Juliette Gréco. AllÃ, en medio del humo y las luces mortecinas, monsieur Lenast nos contaba numerosas anécdotas. HabÃa conocido a Hemingway y a Miller, a Sartre y a Camus, y recordaba con la exquisita oralidad de su voz temblorosa las reuniones conspiratatorias, los gestos de grandeza, las disputas intrascendentes o innobles. Allà también, después del espectáculo, lo escuchábamos recitar deslumbrados algunos poemas de Verlaine y Novalis y, flor de flores, pasajes completos de En busca del tiempo perdido, obra monumental que siempre me habÃa atemorizado pero que a partir de entonces empecé a leer con delectación y fervor casi religiosos. Al parecer, monsieur Lenast era otro enamorado de la literatura y en su juventud (como me enteré tiempo después) habÃa llegado a publicar un fino libro de poesÃa erótica; sin embargo, los muchos años en el oficio lo habÃan convertido en un editor a tiempo completo, incapaz de trascender, por timidez o por desidia, aquel auspicioso paso inicial.
Un dÃa, me aparecà por la hosterÃa como al mediodÃa, pues luego de la cave nos habÃamos ido a husmear por las pequeñas librerÃas de viejo del Barrio Latino. En el instante en que abordaba la escalera en espiral, pude ver por la ventana del comedor la negra cabellera de Claudine, su breve torso cubierto por una blusa color malva. Preferà subir al altillo desde dentro de la casa. Recorrà el vestÃbulo por si acaso, pero no la encontré. Seguramente me habÃa parecido verla. Sin embargo, cuando trepé la escalera interior, me la crucé en el descansillo. Ahora estaba vestida con un overol blanco, y llevaba el cabello amarrado bajo una gorra de pompón rojo. O yo estaba demasiado cansando, o en esa casa habÃa dos Claudine.
– Te acabo de ver abajo –le dije sin disimular mi sorpresa–. No creo que te hayas cambiado de ropa en un segundo.
Me miró a los ojos. Dudó un instante antes de responder.
– Ah, la de abajo; esa no soy yo. Debe de ser Claudette.
– Claro –dije algo irritado–. Ahora resulta que yo también puedo ver a tu fantasma y que encima tiene un nombre parecido al tuyo.
Me volvió a mirar a los ojos.
– No puedo creer que no te hayas dado cuenta. Esa es Claudette, mi hermana gemela. Aunque, claro, es tan callada que parece mi fantasma. En realidad es como mi fantasma.
Traté de ver las cosas serenamente.
– Estás diciendo que tienes una hermana gemela y que yo estoy con las dos.
– Está clarÃsimo, ¿no? – sonrió con desenfado–. Eres todo un donjuán.
La tranquilidad con que lo decÃa me desesperaba. Pero yo tenÃa que averiguar otras cosas.
– Quiere decir que las dos lo saben. Que están jugando conmigo.
– Nadie juega con nadie. Yo te conocà primero. Después apareció ella. Yo sé que tú me quieres a mÃ; lo que haga ella no me importa. Te digo que es como mi fantasma, una sombra.
– ¿Y qué piensa ella?
– Mira, es muy difÃcil de explicarlo. En el fondo somos como una misma persona: a veces sentimos igual, pensamos igual. Yo voy a hablar con ella, no te preocupes. Para la fiesta va a estar todo arreglado.
– ¿Qué fiesta?
– Qué tonta. Me olvidé de avisarte. Hoy es cumpleaños de una de las abuelitas. Se lo vamos a celebrar a la medianoche; va a ser una reunión familiar. Claudette y yo ofreceremos un numerito, una tonterÃa que hacemos desde chiquitas para recordarles sus buenos tiempos. Trata de salirte un poco antes del trabajo.
No le aseguré nada. Le dije que estaba muy cansado, que necesitaba estar solo. Subà al altillo a descansar. Intenté dormir, pero a las tres horas de brumosa duermevela desistÃ. Me fui entonces a caminar por el Barrio Latino. Se me ocurrió tomar una botella de vino en el café Danton.
Las horas que siguieron fueron de incertidumbre y confusión. Me encontré de pronto caminando por los muelles del Sena, sin saber qué hacer. Iba mirando las barcas bamboleantes, las salpicaduras de sol esparcidas sobre el agua trémula y torrentosa. Caminé hasta un puente muy alto, idéntico a uno que habÃa soñado de niño, y en cuyo tenue resplandor me descubrà pálido y apesadumbrado. No sé muy bien cómo llegué a subir al métro ni cuántas horas estuve sentado dentro de un vagón medio vacÃo, tratando de poner en orden mis pensamientos, pero cuando tomé consciencia de mi estado ya habÃa anochecido, y el métro se estaba llenando de numerosas personas que regresaban a su casa de trabajar.
Me bajé en la estación del centro. Caminé hasta el diario y me lavé la cara en el baño. Estuve revisando el trabajo del dÃa anterior, hasta que se apareció Pierre. Verlo, recibir su efusivo saludo, oÃr sus comentarios apasionados e hilarantes sobre la última novela que estaba leyendo, me devolvieron la tranquilidad. Pierre hablaba, bufaba, se reÃa, se quejaba sobre la única cosa que parecÃa existir para él en el mundo: la literatura. Le recordé que monsieur Lenast llegarÃa en cualquier momento, pero él me despreocupó diciéndome que se habÃa tomado el dÃa libre y que podÃamos salir más temprano. “Te noto un poco tenso”, dijo. “Creo que te estás tomando las cosas muy a pecho”. Le respondà que probablemente. “ParÃs es mucho más que esto y tu hosterÃa”, sonrió con los ojos exaltados. “Es casi casi como el buen libro que a mà me gustarÃa leer y a ti escribir”. Nos reÃmos. A las tres de la mañana ya habÃamos terminado el trabajo, de manera que decidimos dejar el diario. Pierre propuso tomarnos un café, pero yo preferà irme a mi cuartito.
Cuando llegué a la hosterÃa, el cielo estaba todavÃa oscurecido. Escuché voces y una canción romántica de Edith Piaf que venÃan desde la primera planta. Me acerqué a mirar por el vidrio polvoso de la ventana. Envueltas en la luz vacilante de los lamparines de la sala, las viejitas contemplaban desde los sillones un cuerpo ondulante en la oscuridad. Agucé la vista y me di cuenta de que en realidad eran dos cuerpos desnudos restregándose sobre la alfombra. Madame Leonor estaba de pie, a un costado. En la penumbra violeta se distinguÃan sus ojos secos y nublados, el gesto plácido o abotagado de sus labios entreabiertos. Las viejitas no se movÃan de su asiento, pero hacÃan comentarios en voz baja. No hay palabras para describir lo que sentà cuando reparé en que ese ondular de piel clara, esas frágiles piernas plegándose unas a otras, esas bocas fundidas en las tinieblas, eran de Claudine y Claudette. Mi aliento helado blanqueó el cristal de la ventana. No tuve tiempo para recuperarme porque en la frÃa neblina de mi turbación vi que uno de los espectadores era monsieur Lenast.
Retrocedà unos pasos. No sé cómo pero entonces perdà el foco de la visión y mi mente cambió esa imagen por la de un esplendoroso e inacabado palacio árabe. Lúcido, súbitamente sereno, recordé esa antigua costumbre de los árabes de mantener sus casas a medio construir por temor a que una vez terminadas entrase la muerte.
Saqué la llave del bolsillo de mi pantalón y la arrojé sobre la grava húmeda del jardÃn. Esa casa ya no tenÃa nada que ofrecerme: era un sueño acabado. O, mejor, un desvanecido simulacro de sueño, una repetición espectral de mi vida en Lima, donde habÃa hecho todo menos escribir. En la puerta de la despensa estaban estacionadas dos bicicletas. Afortunadamente, no tenÃan candado. Escogà la de color azul. El viento rumoreaba entre los árboles cercanos, y el cielo estaba lleno de nubes blancas y destellos grandiosos. Me sentÃa como liberado. Monté en la bicicleta, me puse mi walkman y me fui en busca de otras calles, de otro pedazo de cielo azul, de la hermosa vida. Al fin y al cabo, pensé mientras me alejaba, estaba en una ciudad muy grande y si no encontraba el ParÃs que yo buscaba, aún podÃa inventármelo.