Nuestro punk está muriendo. El veterinario no da muchas esperanzas y la mirada reprobatoria de Angélica me recuerda, con cada parpadeo, lo rufián que fui y la patanerÃa de mi comportamiento. Pero la culpa, por principio de cuentas, fue de ella. Al punk tampoco hay que reprocharle demasiado. No fue el cabello brillante ni la chamarra vestida de estoperoles y parches. Fueron sus ojos, sus enormes ojos, redondos, negros y tristes, que acompañaron la petición: “¿Me regalas un trago de cerveza?”. Si la generosidad de Angélica fuera menor, si se hubiera negado a brindar un poco de bebida al punk, nuestras vidas serÃan distintas ahora.
Y aquà estamos. El recuerdo acude solo: el sujeto llegó, pidió un trago de cerveza y ya no hubo manera de quitárnoslo de encima. Nos siguió hasta casa y, después de varios minutos de discusión, cedÃ. Siempre cedo. Angélica llevaba dÃas solicitándome que adoptáramos una mascota y, ya que el punk estaba allÃ, le dije que podÃa quedárselo, no sin antes advertirle que la alimentación y el aseo del roquero correrÃan por su cuenta.
Y asà pasó lo que pasó.
Unas semanas después, cancelados los compromisos iniciales, el punk de Angélica se convirtió, ni modo, en nuestro punk. Lo quise, sÃ. TodavÃa lo quiero. ¿Qué más da eso ahora? Nuestro punk está muriendo y los reproches de Angélica adelantan una certeza: lo de nosotros, el amor que vivimos o lo que queda de él, también irá a la tumba.
La nutrición de nuestro punk, a quien de puro afecto llamamos Sidecar, no era cosa sencilla: por la mañana, sesos de policÃa al vapor y, para la comida, manitas de empresario a la vinagreta. De la cena nos despreocupamos: quitábamos la cadena a Sidecar y él corrÃa gozoso a la Universidad, donde devoraba estudiantes y, cuando el tamaño de su apetito era mayúsculo, uno que otro profesor. Angélica aprendió a quererlo pronto y le procuró todo tipo de cuidados: acicalaba su mohicana con fruición y cada dos semanas le aplicaba tinte azul o rojo en las melenas.
Yo tardé más en acostumbrarme a su presencia. Los primeros dÃas, malévolo, cosÃa suásticas blancas en los bolsillos de su pantalón y me destornillaba de risa cuando lo veÃa correr en cÃrculos, tirado sobre el jardÃn, intentando morderse el trasero. Lo dejé de hacer, porque abandonamos la relación amo-mascota y nos hicimos amigos. Los vecinos también le tomaron cariño a nuestro punk. Roberta, la señora de enfrente, le arrojaba trozos de sindicalistas charros y Sidecar, agradecido, lanzaba consignas marxistas o, si la vÃctima era apetitosa, rugÃa, altanero, dogmas anarquistas y vivas para el prÃncipe Kropotkin.
Otras veces, más sereno, se manifestaba contra la globalización.
Nuestro punk ya era viejo cuando lo adoptamos. TenÃa 28 años y, aunque sabÃamos que la esperanza de vida de los de su especie llega apenas a los 30 años, tuvimos la ilusión de que, agitador, correrÃa por siempre en el jardÃn. Cuando Sidecar cumplió 29 le regalé un disco antológico –Lo mejor del punk– y Angélica le regaló su cuerpo -lo mejor de Angélica-. Fue una mañana de abril: cansado, llegué a casa, deposité mi portafolios en la mesa, silbé tres veces y, cuando Sidecar no acudió a recibirme con sus ya clásicos ladridos, me dirigà a la habitación. Nuestro punk estaba sobre Angélica. Ambos desnudos y contestatarios. Él, con cada embestida de placer, la acusaba de lumpenproletaria. Ella, jadeante, le respondÃa con gritos y gemidos: “¡Cerdo comunista!”.
Nos liamos a golpes -el punk y yo- y de puro enfado lo mandé a dormir a la calle. Angélica me dejó de hablar durante un mes: cuando nos cruzábamos en la sala, me llamaba intolerante y fascista. Sidecar, arrepentido, quizás, ni siquiera levantaba la vista cuando regresaba a casa. Pero nos recuperamos pronto: después de un tiempo volvimos a ser felices y, aunque sabÃa que los encuentros sexuales entre mi novia y la mascota eran cosa de todos los dÃas, por lo menos fueron más disimulados. Y si alguna duda queda del perdón que le ofrecÃ, bastará con recordar aquella vez que los agentes de Gobernación quisieron llevarlo preso -por alterar el orden público, dijeron- y yo lo defendà con mi cartera y mi carnet de prensa.
Luego todo se fue al carajo. Sidecar comenzó a toser y Angélica dejó de hacer el amor conmigo. Nuestro punk no comÃa nada. Lo llevamos a varios conciertos y él se quedaba en una esquina, sentado, meditabundo, contemplando las ruinas de su juventud y presintiendo la futura adultez: la muerte. Angélica le peinaba su mohicana y, tres segundos después, Sidecar entraba al baño, de donde salÃa con gafas y el cabello con partido en medio. La señal de alarma, la que provocó las lágrimas y la histeria de Angélica, la que me hizo volver temprano del trabajo aquel dÃa, fue cuando nuestro punk se sentó en la sala y, con marcador en mano, se dedicó toda una tarde a subrayar anuncios en la sección de empleos del periódico regional.
Nuestro punk está muriendo. Ya no correteará hippies por el barrio. Y con él muere el amor que Angélica me llegó a tener. Aquà termina todo. Ahora mismo, Sidecar me mira con sus ojos enormes y redondos. Si tuviera una cerveza en las manos le rogarÃa para que tomara un trago. Pero él, ahora, prefiere el té helado.